M.A. BASTENIER
EL PAÍS
El oficialismo lo llama profundización revolucionaria y la oposición,
represión, pero su punto de encuentro es la radicalización del sistema,
con severa limitación de libertades, cuyo último avatar ha sido la
detención de Antonio Ledezma, alcalde mayor de Caracas, acusado de
golpista en activo. Ni en este caso ni en el de Leopoldo López, que
lleva un año en prisión, ha habido más aportación de pruebas que las
frecuentes descalificaciones que contra ellos profiere el presidente
Maduro. ¿Por qué esta aceleración del autoritarismo chavista?
Una fecha puede ser la destitución el pasado octubre del general
Miguel Rodríguez Torres como ministro del Interior, con la que el
presidente parecía alejarse de la fórmula “cívico-militar” para apoyarse
principalmente en el partido (PSUV), al tiempo que daba juego a los
colectivos de atronadora izquierda como Marea Socialista y el Frente
Francisco de Miranda. En diciembre mandaba a la ONU a Rafael Ramírez, el
presunto contacto con el capitalismo internacional, que ya había
perdido la presidencia de PDVSA, el antiguo maná petrolero, para ocupar
el puesto inocuo de ministro de Exteriores, puesto que la política de
puertas afuera la hace el propio Maduro a golpe de declaraciones,
normalmente acusando al “imperialismo” de querer derrocarle. El año
pasado se produjo asimismo la venta del gran diario caraqueño El
Universal a entidad o persona desconocida, pero que se ha saldado con su
silenciamiento crítico, y la semana próxima desaparecerá de los
quioscos Tal Cual, el periódico del intelectual de la oposición Teodoro
Petkoff.
El chavismo llevaba tiempo tratando de amueblar el futuro con la
aplicación de lo que considera la medicina de sus adversarios
capitalistas: la compra y colonización de los cuerpos intermedios de la
sociedad para que, llegada la fecha electoral, diciembre como límite, la
oposición tuviera cuesta arriba la victoria. Este podía ser el plan de
base, pero inflación, escasez, inseguridad y una política de palos de
ciego, como la intervención de una cadena de supermercados para combatir
el acaparamiento, han reducido drásticamente, según las encuestas, la
popularidad presidencial.
Esa radicalización venezolana se extiende igualmente como protesta a
parte de la opinión latinoamericana y como incomodidad a Gobiernos e
instituciones. Brasil y Chile, nominalmente izquierda, y Colombia,
nominalmente derecha, se limitan a pedir respeto y diálogo, porque nadie
quiere, por sus propias razones, enemistarse con Caracas; y la propia
UNASUR, muy lejos de ser una fuerza de despliegue rápido, solo puede
convocar reuniones ministeriales de mero apaciguamiento. Y las ondas
pueden llegar hasta Podemos, al que el chavismo considera poco menos que
hijo putativo, pero que mal puede sentirse a gusto ante la deriva de
los acontecimientos.
Maduro repite incesantemente que había un intento de golpe en marcha y
aunque Washington pueda favorecer la desestabilización —el secretario
general de UNASUR, Ernesto Samper habla de “injerencias extranjeras”—
los golpes no se dan sin la anuencia activa del Ejército. ¿Acaso
desconfía el presidente venezolano de sus jefes y mandos intermedios?
Pero la vía del diálogo, que aconsejan tiros y troyanos, se compadece
mal con una tensión que no hará sino crecer de aquí a las elecciones de
fin de año.
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