miércoles, 25 de febrero de 2015

RADICALIZACIÓN  EN VENEZUELA

M.A. BASTENIER

EL PAÍS

El oficialismo lo llama profundización revolucionaria y la oposición, represión, pero su punto de encuentro es la radicalización del sistema, con severa limitación de libertades, cuyo último avatar ha sido la detención de Antonio Ledezma, alcalde mayor de Caracas, acusado de golpista en activo. Ni en este caso ni en el de Leopoldo López, que lleva un año en prisión, ha habido más aportación de pruebas que las frecuentes descalificaciones que contra ellos profiere el presidente Maduro. ¿Por qué esta aceleración del autoritarismo chavista?
Una fecha puede ser la destitución el pasado octubre del general Miguel Rodríguez Torres como ministro del Interior, con la que el presidente parecía alejarse de la fórmula “cívico-militar” para apoyarse principalmente en el partido (PSUV), al tiempo que daba juego a los colectivos de atronadora izquierda como Marea Socialista y el Frente Francisco de Miranda. En diciembre mandaba a la ONU a Rafael Ramírez, el presunto contacto con el capitalismo internacional, que ya había perdido la presidencia de PDVSA, el antiguo maná petrolero, para ocupar el puesto inocuo de ministro de Exteriores, puesto que la política de puertas afuera la hace el propio Maduro a golpe de declaraciones, normalmente acusando al “imperialismo” de querer derrocarle. El año pasado se produjo asimismo la venta del gran diario caraqueño El Universal a entidad o persona desconocida, pero que se ha saldado con su silenciamiento crítico, y la semana próxima desaparecerá de los quioscos Tal Cual, el periódico del intelectual de la oposición Teodoro Petkoff.
El chavismo llevaba tiempo tratando de amueblar el futuro con la aplicación de lo que considera la medicina de sus adversarios capitalistas: la compra y colonización de los cuerpos intermedios de la sociedad para que, llegada la fecha electoral, diciembre como límite, la oposición tuviera cuesta arriba la victoria. Este podía ser el plan de base, pero inflación, escasez, inseguridad y una política de palos de ciego, como la intervención de una cadena de supermercados para combatir el acaparamiento, han reducido drásticamente, según las encuestas, la popularidad presidencial.
Esa radicalización venezolana se extiende igualmente como protesta a parte de la opinión latinoamericana y como incomodidad a Gobiernos e instituciones. Brasil y Chile, nominalmente izquierda, y Colombia, nominalmente derecha, se limitan a pedir respeto y diálogo, porque nadie quiere, por sus propias razones, enemistarse con Caracas; y la propia UNASUR, muy lejos de ser una fuerza de despliegue rápido, solo puede convocar reuniones ministeriales de mero apaciguamiento. Y las ondas pueden llegar hasta Podemos, al que el chavismo considera poco menos que hijo putativo, pero que mal puede sentirse a gusto ante la deriva de los acontecimientos.
Maduro repite incesantemente que había un intento de golpe en marcha y aunque Washington pueda favorecer la desestabilización —el secretario general de UNASUR, Ernesto Samper habla de “injerencias extranjeras”— los golpes no se dan sin la anuencia activa del Ejército. ¿Acaso desconfía el presidente venezolano de sus jefes y mandos intermedios? Pero la vía del diálogo, que aconsejan tiros y troyanos, se compadece mal con una tensión que no hará sino crecer de aquí a las elecciones de fin de año.

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