Jorge Urdánoz
Los disidentes desaparecen de la faz de la tierra, y tras ellos tan
solo queda su recuerdo en aquellos que los conocieron y los amaron, y
una de las más complicadas tareas que la policía secreta tiene entonces
que llevar a cabo consiste en cerciorarse de que incluso esos recuerdos
han de desaparecer junto con los condenados”. Esta cita de Los orígenes del totalitarismo
refleja bien las entrañas siniestras de la ideología y la práctica
totalitarias, cuya absoluta excepcionalidad Hannah Arendt nunca se cansó
de subrayar. Toda su obra es un recordatorio tan certero como atroz de
la “espantosa originalidad” del totalitarismo, una originalidad que ella
conoció de primera mano y a cuyo análisis dedicó su vida.
Otro fragmento, en el que contrapone al asesino con el totalitario,
insiste en esa idea: “El asesino que mata a un hombre (…) permanece
todavía en los límites de un espacio que nos es familiar, el de la vida y
la muerte. El asesino deja un cadáver tras de sí y no pretende que su
víctima no haya existido nunca; si borra huellas, son las de su propia
identidad, no las del recuerdo y el dolor de las personas que amaban a
su víctima; destruye una vida, pero no destruye el hecho de la misma
existencia”. Una imagen, esta, que complementa a la perfección el
célebre Ministerio de la Verdad de Orwell, encargado de reescribir la
historia de acuerdo no a lo que pasó, sino a lo que debería haber pasado
conforme a la ideología totalitaria. Mientras el mero asesino asume sus
actos en un escenario familiar que es, precisamente, el que dota a los
mismos de maldad, el que moraliza sus acciones —y las de todos— en un
sentido u otro, el totalitario pretende eliminar el propio escenario,
redibujarlo, diseñar otro a imagen y semejanza de sus actos, de tal
manera que sus acciones resulten siempre correctas. Nada ni nadie escapa
a ese designio.
Dada esa pavorosa especificidad del totalitarismo, sorprende que se
haya defendido entre nosotros que Podemos pueda ser tildado de tal cosa.
Totalitario no es un adjetivo comparable a otros que pueblan el debate
político cotidiano —radical, populista, antisistema, etcétera—, a los
que se les podrá reprochar un mayor o menor acierto, pero que se
mantienen en todo caso dentro de los límites del diálogo razonable.
Elevar una acusación de “totalitarismo”, y hacerlo no desde cualquier
foro, sino desde uno en el que se asume que cada palabra atesora un
significado concreto y no otro, supone cavar un abismo moral y político
entre quien emite esa acusación y quien la recibe. Todos sabemos a qué
nos retrotrae ese vocablo, y esgrimirlo en el debate equivale a arrojar
sobre el rostro del adversario no un argumento que permita proseguir la
discusión, sino un paño empapado en sangre que tan solo puede abortarla.
Una denuncia así ha de acompañarse de una consistencia excepcional,
pero no es el caso. La división que establece Podemos entre “gente” y
“casta” ni remotamente podría —contra lo argumentado, por ejemplo, por
Ruiz Soroa— señalar una concepción totalitaria de la política. Esa
división en absoluto configura un “límite” que demarque la mera
pertenencia a la comunidad, el “todo” y la “nada”. Para Podemos son
casta todos aquellos políticos que no buscan el interés común sino el
propio. Se podrá estar o no de acuerdo con la distinción y con su
virtualidad analítica, pero es evidente que para los que la asumen como
válida no señala ningún límite existencial entre quien merece ser
exterminado o eliminado del nuevo “todo” a construir —algo que para su
desgracia sí fueron todas las víctimas del totalitarismo: el judío, el
gitano, el homosexual, el enemigo de clase, etcétera— y quien no. Tan
solo señala una dicotomía política entre quien merece estar en las
instituciones y quien no y, en consecuencia, entre quien merece el voto y
quien no. No hay nada de totalitario en eso, y es una divisoria tan
válida en el foro democrático como las de izquierda/derecha,
burgués/proletario o cualquier otra.
Considerar, como algunos hacemos, que la irrupción de Podemos —junto a
la de Ciudadanos, UPyD y otros— supone una noticia enormemente positiva
para nuestra democracia, porque permite romper una situación de
duopolio y atisbar una de libre competencia, es, por supuesto,
completamente subjetivo. Pero, y solo tener que señalarlo provoca cierta
estupefacción intelectual, creo que es abrumadoramente objetivo que en
Podemos están por completo ausentes los dos elementos constitutivos del
totalitarismo, a saber: una ideología opresiva y el terror como método.
Su ideario es plenamente democrático, y lo encabeza la mismísima
declaración de los Derechos Humanos. Con respecto al terror —un terror
que en el totalitarismo se sustancia en los campos de exterminio y el
gulag, recordemos— mucho me temo que el único miedo que a día de hoy
desprende Podemos es el de algunos a perder el puesto… no la vida, ni
las libertades, ni desde luego el recuerdo que guardarán de ellos sus
allegados.
Durante mucho tiempo, al menos desde Linz, muchos han sostenido que
Franco fue autoritario, no totalitario. Ahora algunos de los que
afirmaban eso se descuelgan, no sé si conscientes de lo que están
diciendo, con que Podemos es marcadamente totalitario. Con su cruzada de
sangre y su anti-España, Franco no; con su proceso constituyente y con
su casta, Podemos sí… ¿De veras tiene sentido, un sentido que todos
podamos compartir y que por tanto posibilite el diálogo, este uso
descarriado del lenguaje?
Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pública de Navarra.
www.20destellos.com
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