FERNANDO MARTINEZ MÓTTOLA
Hacía ya varios meses que no era noticia. Me
preguntaba qué habría sido de su existencia, dónde estaría. En realidad, por
pura entrepitura, porque lo que pase con la vida de ese señor a mí ni me va ni
me viene. Lo imaginaba encerrado en su casa, mudo y mal encarado. Hasta pensé
que, tal vez, más nunca sabríamos de él. Pero hoy, cuando almorzaba un plato de
vermicelli al ragú de cordero en un restaurante, un amigo se acercó a la mesa y
nos informó que el personaje había reaparecido frente a la prensa. Tal sería el
asombro mientras escuchaba los detalles de la noticia que el tenedor envuelto
en pasta quedó detenido en el trayecto hacia mi boca.
Como si lo estuviera viendo: con su tono
característico de gravedad y el ceño fruncido, habla como si sus palabras
tuvieran siempre un significado trascendental. Lo escucho por simple y pura
curiosidad, solo para después utilizarlo como tema a la hora de hablar
pendejadas con los amigos. Pero se me revuelve el hígado por el desparpajo, al
punto de que estuvo a un tris de amargarme los vermicelli. Porque denuncia el
desastre, despotrica contra el gobierno, y no siente que lo salpica ni una
gotita del caos en el que nos hundimos todos. Como si los aprietos hubieran
empezado nada más que ayer, y no hace quince años, cuando comenzaron a
someternos al experimento de su autoría, según él mismo reconoce, empoderado
por la voluntad del líder supremo.
Quisieron imponernos un modelo de vida en buena
medida concebido por él, cual ratoncitos de Pavlov dentro de una caja de
zapatos, como si su criterio ético e intelectual fuera superior al nuestro.
Intentaron decirnos qué comer, cómo vestirnos, y hasta cómo educar a nuestros
hijos. Como si no estuviéramos suficientemente dotados para decidir por
nosotros mismos. Desde su alta investidura nos llamó escoria a la mitad del
país, tan solo por no estar de acuerdo con su pensamiento.
Se dice que es honesto, que vive como un monje. Si
robó o no robó, no me consta ni a favor ni en contra. No soy quién para
acusarlo ni para defenderlo. Aunque dice la sabiduría popular que en casa de
putas no hay señoritas. Pero al menos, es justo reconocer que cuidó las
apariencias, a diferencia de la gran mayoría de los que lo acompañaban. Lo
cual, a decir verdad, hoy por hoy en este país no es cualquier cosa. Si lo
alentaba o no la buena voluntad, a mí me tiene sin cuidado. Como dicen, de
buenas voluntades está empedrado el camino al infierno.
Lo que sí es relevante, para todos los que
habitamos en esta tierra, y es bueno recordárselo después de la olímpica lavada
de manos con que vuelve a asombrarnos, es que este desastre es el resultado de
sus ideas. Si quiere verlo, y no cree en los números que publica el gobierno,
como no creemos nosotros desde hace quince años, deje el réquiem y salga a la
calle para que palpe al país real en que se tradujeron sus sueños. Seguramente,
producto de ese sueño seamos, como él dice, el “hazmerreír” de América Latina,
cuando aquí a todos desde hace mucho se nos borró la sonrisa.
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