En medio de la batalla que
Nicolás Maduro protagoniza en solitario –la supuesta guerra entre
Estados Unidos y Venezuela– alguien le sugirió que buscara un mediador
para facilitar el diálogo con el enemigo, un diálogo que los americanos
nunca se han negado a sostener. Pero es razonable pensar que para
entablar conversaciones con un emisario del presidente venezolano el
gobierno americano debe estar un tanto desmotivado, después de haberse
convertido en el objetivo de las más variadas agresiones verbales y de
las más estrambóticas acusaciones de parte de quien recién ahora estima
que deberían conversar para recomponer las turbulentas relaciones que
sostienen desde hace una buena cantidad de años.
Sin
duda que para plantear un diálogo es preciso que el proponente entienda
que el mismo no puede darse dentro de un ambiente de insultos, de
señalamientos descabellados y gratuitos a la otra parte, ni mucho menos
de mentiras e inventos sin asidero alguno. Endilgarle al vicepresidente
Joe Biden responsabilidades o protagonismos en una conspiración
desestabilizadora contra el gobierno de Venezuela sin presentar ni el
asomo de una prueba, no parece ser el mejor escenario para acercamiento
alguno.
Por demás, es indispensable
que quien medie en cualquier desencuentro sea un individuo o una
institución de estatura, de moralidad y trayectoria impecable y con
capacidad de influir en los dos lados supuestamente en conflicto. La
búsqueda y selección de tal candidato sin mácula y con una marca muy
evidente de probidad debe ser el resultado de una filigrana
delicadísima.
En lugar de proponer
alguien de estas características, los personeros de la revolución
bolivariana no encontraron mejor portavoz que el ex presidente
colombiano Ernesto Samper. Dentro del bagaje de hechos destacados en su
vida política, Ernesto Samper se distingue en su país y en el planeta
por haberse constituido en el único presidente en la historia universal,
hasta ese entonces, en haber sido sancionado en ejercicio de su cargo
por Estados Unidos con la suspensión de su visa. Las razones fueron en
aquel 1996 de mucho peso: haber recibido cuestionables dineros del
narcotráfico para financiar su campaña presidencial. También el hoy
secretario general de Unasur tiene en su haber el haber provocado la
“descertificación” de su país en materia de lucha contra la droga
durante los cuatro años de su mandato.
Si
el capital que un mediador debe cargar en su morral para conseguir
buenos resultados es el de una hoja de vida impecable de cara a sus dos
interlocutores, no parece que la selección sea la más adecuada. Sobre
todo si haciendo memoria nos encontramos con que una de las frases
lapidarias del gobierno de Bill Clinton, puesta en boca del portavoz de
la Cancillería, Nicholas Burns, fueron: “Samper no es bienvenido en
Estados Unidos”.
Si la idea del
gobierno de Maduro era contar con un colombiano de talla para acometer
la tarea, de mediar en el conflicto, que no es tal, por ser Colombia en
el continente uno de los cercanos aliados de Estados Unidos, sobran, en
la hora actual, nacionales de ese país con credenciales para hacerse
escuchar con atención por la potencia gringa.
Las
razones por las que Estados Unidos ha decidido aplicar sanciones a
funcionarios o allegados del gobierno bolivariano –no al país– son más
válidas hoy que nunca y tienen que ver con el pisoteo de valores que han
sido de enorme relevancia y trascendencia para esa nación en su cruzada
tradicional por el adecentamiento su propia sociedad y la de terceros
países: el respeto a los derechos humanos, la lucha contra la corrupción
y la batalla contra el narcotráfico. Todas estas siguen vigentes hoy.
Será
por todo ello, y por conocer mejor que nadie la cuenta que tiene aún
sin saldar con los americanos, que el ex presidente en lugar de aceptar
con entusiasmo la tarea de intermediación, se limitó a declarar que
llevaría el planteamiento venezolano al seno de Unasur.
Hasta allí.
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