Elias Pino Iturrieta
El 4 de febrero de 1992
se tiene que observar desde la actualidad, por supuesto, pero nuestro
tiempo agobiado por las dificultades tiende a sacar cuentas benévolas
sobre el sistema de gobierno contra el cual se produjo la intentona
militar. La actualidad habitualmente mira desde un estrecho prisma, y
deja de lado realidades sin las cuales no se puede entender lo que
sucedió entonces y sucede ahora. Una expresión manida de nuestros días
(“éramos felices y no lo sabíamos”) permite el entendimiento del asunto
según se quiere plantear aquí.
En
1992, como consecuencia de una cadena de errores cuya existencia se
advierte después de la primera presidencia de Caldera, ocurre un
deterioro creciente de los partidos que ejercían el control de la
sociedad desde 1958. Las fortalezas fundacionales de la lucha contra
Pérez Jiménez eran o parecían escombros, y los liderazgos mostraban un
decaimiento sin paliativos. La expansión de las corruptelas, pero
también del desencanto popular por las noticias de numerosos escándalos
protagonizados por altos funcionarios que contaban con la blandura de
los tribunales, marcaban una atmósfera que invitaba a distancias
prudenciales. Las toldas más importantes (AD y Copei), servidoras
eficaces de la sociedad en lapsos que se sentían remotos, eran ahora,
para vastos sectores de la colectividad, clubes de contratistas
distanciados de la gente sencilla. Nada esperanzador salía de su seno,
nadie capaz de atraer de nuevo a las multitudes, ningún mensaje digno de
ser creído. La reedición de CAP, que va del gozo al foso en cuestión de
dos años, descubre los colmillos de una jauría que solo mira de reojo
la democracia cuando quiere pasar inclementes facturas. La reedición de
Caldera es apenas un salvavidas de limitado aliento, ante los desafíos
de una navegación turbulenta que no podían atender unas supuestas
generaciones de relevo que eran solo eso, unas cosas supuestas, unos
figurines sin plataforma, un deseo sin encarnaciones cabales. ¿Éramos
felices y no lo sabíamos?
Una
pregunta sin respuesta que le conceda fundamento, si vemos la absurda
manera de responder ante la intentona golpista. La dirigencia presumida y
miope no se detuvo a calcular la gravedad de la militarada, debido a
que permitió su incubación y el crecimiento de sus tentáculos y ahora no
podía ponerse a ponderar las agallas de una criatura que había
alimentado con la desidia que usualmente acompaña la prepotencia. La
fiera no podía ser domada en 1992 por falta de domadores. Una
conspiración caracterizada por la mediocridad y la improvisación
contaría con el adocenamiento y la ligereza de sus antagonistas. Pero
también con la indiferencia de la ciudadanía cada vez más ganada por la
antipolítica. De allí el entusiasmo con el cual fue recibido por los
pasivos espectadores el engendro antirrepublicano de los “Notables”,
señorones que, como si cual cosa, a cuenta de sabios y encumbrados, se
estrenaron como salvadores sin que nadie hubiese pedido salvamento. Sin
embargo, la gente aplaudía porque se quedaba tranquila en el paraíso de
su incuria. De allí a búsquedas estrambóticas, como las candidaturas
presidenciales de Irene Sáez y Alfaro Ucero, solo hizo falta un paso.
¿Éramos felices y no lo sabíamos?
La
pretendida felicidad tampoco encuentra soporte en la decadencia del
elemento militar, pues los cuarteles no podían librarse de la
descomposición de esas apocadas horas. De sus academias surgieron los
jefes del cónclave que debutó el 4 de febrero de 1992, hijos legítimos
de la medianía de sus preceptores. No eran sino la representación de un
declive generalizado que debía mostrarse en su forma más descarnada para
que se tuviera cabal noticia de lo mal que marchaban las cosas, para
que se ventilaran a juro los errores y las omisiones de los hechos
históricos que caminan derecho hasta que se vuelven chuecos, para que no
quedaran dudas sobre el abismo cavado entre todos sin consideración de
la gran obra realizada por la democracia representativa en su período
estelar. Los debutantes de febrero están ahora en las alturas del poder
como testimonio, ojalá último, de una época que se debe recordar con
pinzas antes de que pase a mejor vida.
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