CIUDAD
DE MÉXICO — Durante todos estos años, siempre pensé que la única salida
al conflicto de mi país era el voto. Sigo pensando así. Y justo por esa
razón, creo que el próximo 20 de mayo los venezolanos debemos
abstenernos.
Para
la mayoría de la población, dentro y fuera del país, la situación es
alarmante. Hemos llegado a un límite casi inimaginable en términos de hiperinflación, de deterioro en la calidad de vida, de violación de los derechos humanos
y de control y represión oficial. El país frívolo que exportaba reinas
de concursos de belleza se ha convertido en el país trágico que exporta
pobres desesperados. Todo esto, bajo la mirada de un gobierno que sigue
empeñado en negar la realidad, que prefiere destruir la nación que
negociar.
En un artículo indignante,
publicado hace pocos días en El País, Nicolás Maduro ofreció una
muestra de cómo continuamente intenta legitimarse. “Nuestra democracia
es distinta a todas”, afirma al comienzo del texto. “Porque todas las
demás —en prácticamente todos los países del mundo— son democracias
formadas por y para las élites. Son democracias donde lo justo es lo que
le conviene a unos pocos”.
En
realidad, su gobierno es un espejo perfecto de lo que denuncia. El
chavismo se ha convertido en una élite que lleva veinte años
concentrando poder. Controla el petróleo y la moneda, maneja a su antojo
las instituciones y los tribunales, ha transformado a las Fuerzas
Armadas en su ejército privado. Detiene, encarcela, tortura y hasta ejecuta
adversarios sin respetar las leyes, sin dar explicaciones. Ha
privatizado casi todos los espacios de la vida pública, ha organizado el
hambre como un negocio político rentable. Una élite que necesita y
desea, el próximo 20 de mayo, ganar algún tipo de legitimidad.
A
medida que se acerca el día de las elecciones, aumentan la tensión y el
debate sobre votar o no votar en el país. Quienes promueven la teoría
de que es necesario votar
dan por descontado que la abstención es una resignación inútil, un
abandono de la lucha o una manera algo espuria de resistir. Uno de los
éxitos del chavismo ha sido distribuir en la sociedad venezolana la idea
de que el disentimiento es sospechoso, que siempre puede acercarse
peligrosamente a la ilegalidad. La ambigua conjetura de que el llamado a
no votar esconde en el fondo un ánimo conspirador le resulta muy
conveniente al gobierno.
Dos
supuestos sostienen la propuesta de participar en las elecciones:
creer, primero, que de manera repentina una indetenible marea de votos
le dará un triunfo incuestionable al candidato de la oposición, Henri Falcón,
y, después, en segundo término, confiar que el gobierno y sus
instituciones aceptarán y reconocerán esa victoria. No hay, sin embargo,
ninguna garantía de que alguna de estas dos cosas pueda ocurrir.
La
candidatura Falcón no depende de la política, sino de la fe. No es un
problema que tenga que ver, ni siquiera, con el candidato. No hay que
discutir sus cualidades o deficiencias. El problema está en el sistema.
No es nueva la ilusión de un sorpresivo tsunami electoral, más aun en un
contexto de crisis total como el que vive el país. Por eso mismo, la
campaña oficial se ha centrado en obtener ganancias del clientelismo a
través del llamado Carnet de la Patria,
que permite al gobierno canjear votos por comida. La élite chavista ha
diseñado una arquitectura electoral que carnetiza la pobreza y
transforma la elección en un chantaje.
Supongamos,
de todos modos, que la hipótesis se transforma en realidad y que una
avalancha de votos hace irremediable un triunfo de la oposición.
Supongamos, también, que el gobierno reconoce su derrota: ¿qué sigue?
Henri Falcón debe esperar hasta enero de 2019 para que el presidente
entregue el gobierno.
Las enseñanzas de lo ocurrido el 2015
deberían ser útiles. Tras la victoria de la oposición, los
parlamentarios salientes aprovecharon los pocos días que les quedaban
para dar un golpe de Estado y asegurar su control absoluto del Tribunal
Supremo de Justicia. A esto, además, hay que sumarle la existencia de
una fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente (ANC),
a la que todavía le queda por lo menos un año de ejercicio, constituida
como un poder absoluto, capaz de —por ejemplo— redefinir y limitar a su
antojo el papel y las funciones de la presidencia.
Esto
implica que aun perdiendo las elecciones, la élite chavista retendrá el
poder en su sentido amplio, incluyendo la posibilidad de despojar de
facultades a la presidencia. En el supuesto negado de que Henri Falcón
ganara, solo obtendría una silla hueca, un adorno y no un cargo, una
representación del vacío. Todo esto hace que la elección del 20 de mayo
sea un fraude anunciado.
La
dirección política de la oposición tiene muchas debilidades y ha
cometido bastantes errores. Sin embargo, en este momento tanto la Mesa
de la Unidad Democrática (MUD) como el Frente Amplio están siendo leales
con la mayoría que, de distintas maneras, intenta resistir ante el
gobierno.
El llamado a la abstención es coherente con lo ocurrido tras las elecciones de octubre del año pasado, cuando Juan Pablo Guanipa ganó la gobernatura en el estado de Zulia y Andrés Velásquez
en Bolívar. ¿Qué pasó? Al primero, trataron de someterlo a través de la
ANC. La élite canceló el triunfo de los votantes e impuso nuevas
elecciones. Al segundo, todavía hoy, el Consejo Nacional Electoral no le
ofrece respuestas ante sus contundentes denuncias de fraude. Estos son ejemplos recientes y brutales.
Las
elecciones en Venezuela están diseñadas como una estafa perfecta. El
gobierno elige a todos los candidatos, establece las reglas de juego, no
permite auditorías ni ningún tipo de observación independiente,
extorsiona a los votantes con comida y medicinas, mientras la población
menos necesitada se debate moralmente entre votar o no votar.
Es
una maniobra que apuesta, además, a enfrentar a la crítica
internacional. El gobierno necesita una alta participación electoral
para poder descalificar a todos los países que se han sumado al
desconocimiento de los resultados electorales. Basta recordar una
reciente entrevista con Jorge Rodríguez.
El ministro de Comunicación y jefe de campaña de Maduro descartó la
existencia de la crisis humanitaria usando como argumento el resultado
de las últimas elecciones. Para eso necesita el gobierno que los
venezolanos participen en las presidenciales.
Llamar
a votar porque no hay más remedio, porque no hay otra alternativa, es
absurdo. No estamos decidiendo entre votar o tomar las armas. Eso es
parte de la trampa. Es lo que también ha propuesto Maduro. No estamos
decidiendo entre votar o apoyar una invasión. Estamos denunciando que
las elecciones son un artificio, que la democracia en Venezuela es una
trampa.
Pero
es necesario que la dirigencia política de la oposición llene de
sentido —simbólico y práctico— la abstención, que la convierta en un
verdadero acto político. Hay muchas posibilidades e iniciativas de
inventar acciones de todo tipo, dentro y fuera del país, para el 20 de
mayo. No se trata de una resignación pasiva. La abstención no tiene por
qué ser una renuncia. También puede ser un gran acto de rebeldía.
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