FIN DE ROUND EN LA CASA DE AL LADO
TULIO HERNANDEZ
EL NACIONAL
Sin Fajardo en la segunda vuelta, las
elecciones presidenciales colombianas de hoy no serán una competencia de
esperanzas. Han quedado convertidas en un forcejeo entre miedos. Un
duelo de odios acendrados en el tiempo.
Fajardo y su movimiento verde
funcionaba como una especie de fiel de la balanza. Alguien por quien se
podía votar por su oferta electoral. El candidato que concitaba menos
rechazo y no encarnaba grandes miedos. Sin su presencia, no será la
afirmación sino el rechazo el móvil que en última instancia decidirá el
voto final, especialmente el de los 7 millones de colombianos que en la
primera vuelta no votaron por Iván Duque ni por Gustavo Petro.
Muchos, incluso, votarán con el
pañuelo en la nariz. Lo harán por el mal menor. La frase común que se
escucha en las conversaciones en Bogotá recuerdan aquellas cuando Perú
tenía que optar entre Ollanta Humala y Keiko Fujimori. Entre el sida y
el cáncer, decían allí. Entre la peste y el cólera, acá con más juicio
los bogotanos.
El miedo es libre, dice la conseja
popular. Y en Colombia, aún más. Las cuatro grandes fuentes de la
violencia que desde la primera mitad del siglo XX acribillaron el país
han dejado heridas que todavía sangran. Quien no llora una pena por
causa de la guerrilla, lo hace por los paramilitares, por los abusos del
ejército oficial o la crueldad del narcotráfico.
El miedo mejor trabajado en términos
de mercadeo electoral es el que suscita el “castrochavismo”, como se
denomina en Colombia al socialismo del siglo XXI. Los
colombianos viven en carne propia la debacle venezolana. Ese es el
purgatorio del candidato Petro. El fin del mundo. El pasado guerrillero.
El populismo irresponsable de su gestión como alcalde de Bogotá.
En cambio, con el candidato Duque el
odio no es un asunto personal. Es un cheque endosado a la cuenta del ex
presidente Álvaro Uribe Vélez, quien desata furia incontenible, rechazo
visceral y desprecio sin límites entre quienes lo consideran la
encarnación de los siete jinetes del apocalipsis colombiano. Jefe
paramilitar. Agente del narcotráfico. Violador de los derechos humanos.
Artífice de los falsos positivos. Y paremos de contar.
La situación es tan extrema que ambos
miedos pueden estar reunidos en una misma persona. El influyente
columnista Antonio Caballero escribió en la revista Semana,
antes de las elecciones de la primera vuelta: “Aunque se pretenda de
izquierda, Petro tiene un temperamento autoritario, inocultablemente de
derechas, inspirado en el ‘cesarismo democrático’ que inventó un
intelectual venezolano para justificar la larga tiranía de Juan Vicente
Gómez que luego copiaron Hugo Chávez y Nicolás Maduro”.
“Pero Uribe es peor”, tituló quince
días después cuando, una vez que Fajardo salió de juego y no le quedaba
más opción, el mismo Caballero le informó a los lectores que aún
manteniendo todo lo malo que había dicho de Petro iba a votar por él.
Porque “No es Duque el que viene, sino Uribe con sus amigos hoy
prófugos… sus narcoparamilitares…con sus expoliadores de tierras…su
necesidad de impunidad judicial…y su obsesión por destruir lo esencial
de los acuerdos de paz”.
Gane quien gane, para Colombia solo
termina un round. Pero el combate entre la continuidad de una estructura
de poder monopolizada por muy pocos, los mismos apellidos desde el
siglo antepasado y las fuerzas que apuestan al cambio, seguirá su
curso. Pero de nueva forma.
Ya las elecciones no se dirimen, como
sostiene el escritor Mario Jursich, entre dos derechas. Ahora se
confrontan, cabeza a cabeza, las dos derechas eternas con dos
izquierdas. Una que, por extrema, no termina de inspirar confianza. Y
otra, de centro, que no termina de afianzar su voluntad de poder para
convertirse en mayoría.
La disminución de la abstención, el
reconocimiento de las elecciones por todos los actores políticos, la
ausencia de actos terroristas durante la jornada electoral, hablan de
una sociedad que comienza a dar síntomas de curación frente a sus
cuatro grandes males: la violencia, la desigualad social, la exclusión
política y el abandono de la Colombia adentro olvidada por el Estado
desde hace más de cien años de soledad.
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