JEAN MANINAT
Grupos de ballenas que encallan a
propósito en una playa, rebaños de ovejas que se lanzan al vacío desde
un despeñadero, bandadas de pájaros que se estrellan contra la fachada
de un edificio, llenan muchos minutos de los aburridos programas de
televisión dedicados a mostrar el comportamiento díscolo de algunas
especies animales. ¿Qué los conduce a semejante acción? Se pregunta
invariablemente el narrador, intrigado por la pulsión suicida de unos
entes que suponemos carentes de toda psicología.
¿Qué
hace que una nación marche por decisión propia hacia el cadalso
histórico de su autodestrucción? ¿Cómo puede un colectivo humano ser tan
ciego y entregarse con entusiasmo a quienes serán sus verdugos? ¿Cuál
es la pulsión que los anima en contra de un instinto tan primario como
es el de protegerse de todo mal y amén? Son preguntas que han
mortificado a los historiadores y pensadores políticos desde que los
habitantes de Troya recibieran con alborozo el cadeau empoisonné de un caballo de madera trufado de soldados enemigos. (¡Cómo no rememorar por enésima vez ese portento de libro, La marcha de la locura, de la historiadora estadounidense Barbara Tuchman!).
En
nuestro caso no hay que ir tan lejos, ni siquiera remontarse al ascenso
de Hitler al poder aupado por uno de los pueblos más cultos de Europa,
ya es un lugar común. Basta con recordar cómo llegó al gobierno el
difunto comandante galáctico, el embrujo que ejerció sobre buena parte
de las élites políticas, económicas y culturales (y uno que otro
religioso) por no hablar del fervor popular que lo acompañó hasta el día
de su entierro. Hay mucho de hechizo personal, y caudales de estupidez
política entre quienes estaban supuestos a resguardar el bien de la
república. Eso ya está muy bien documentado y plausiblemente explicado.
Lo
que no deja de sobrecoger, de dejarnos espantados, es la inmensa
capacidad de los bípedos racionales que pueblan el planeta para repetir
errores, para marchar de la mano de demagogos -unos racionales y
comedidos, otros delirantes y extrovertidos- hacia el despeñadero del
autoritarismo supuestamente benefactor, cuando sus nefastos resultados
están a la vista y nos rozan perniciosamente con su vecindad. ¿Será que
los humanos somos estúpidos por naturaleza?
No
otra cosa cabe preguntarse frente a los procesos electorales y sus
eventuales resultados en México y Colombia. Porque mire usted que hay
que ser políticamente tonto para no ver lo que se estaba gestando bajo
sus narices, lo que se avecinaba, mientras varios candidatos seguían
compitiendo en primera vuelta en el caso de Colombia, o siguen en el
caso de México, a pesar de no tener posibilidad alguna de ganar. Lo que
sí tenían, o tienen, según el caso, es la capacidad de hacer la
diferencia apoyando a aquel candidato con mayores posibilidades de
detener la apuesta populista en marcha en ambos países.
Que
De la Calle no le diera su apoyo a Fajardo en la primera vuelta para
bloquear el ascenso de Petro y así impedir una peligrosa polarización en
Colombia; y que Meade no se bajara del tren a tiempo para darle su
apoyo a Anaya -el segundo sembrado, pero lejos en las encuestas- para
intentar detener el ascenso de López Obrador en México, pasarán a la
historia como unos de los grandes desatinos políticos latinoamericanos
de los últimos tiempos. Y sus consecuencias pesarán en la región.
¿Se suicidan los países? Asistidos por sus élites, con frecuencia lo logran.
@jeanmaninat
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