viernes, 15 de junio de 2018

INDIFERENCIA Y SOLIDARIDAD

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         HECTOR FAUNDEZ

En tiempos de la diáspora venezolana, probablemente aún permanece en la retina de muchas personas la imagen de “la gente de los botes” que, víctimas de una de las mayores crisis humanitarias en el último medio siglo, debieron abandonar Vietnam para huir de la persecución política, la discriminación por razones étnicas, y la catástrofe económica heredada de la guerra de Vietnam. Se calcula que, entre 1975 y 1995, alrededor de 1 millón de vietnamitas, apretujados a bordo de pequeñas embarcaciones, prefirieron enfrentar las tormentas y las privaciones para escapar de uno de los mayores desastres creados por el hombre. No todos ellos consiguieron sobrevivir a esa travesía que se suponía debía llevarlos a la libertad. Ese mismo drama se repitió con los balseros haitianos y cubanos o, más recientemente, con las olas de inmigrantes bosnios o sirios. Hoy se está escribiendo un nuevo capítulo del drama de los refugiados, teniendo como protagonistas a los subsaharianos que, en las condiciones más precarias que se pueda imaginar, con mujeres y niños en medio de los cuerpos sin vida de quienes no lo lograron, intentan atravesar el mar Mediterráneo para llegar a Europa.
En estos días, el Aquarius, un barco de Médicos sin Frontera y de SOS Mediterranée, logró rescatar de las garras de la muerte, en el mar Mediterráneo, a 629 seres humanos, incluidas mujeres embarazadas y más de un centenar de menores de edad que ya no tienen la compañía de sus padres; pero, durante días, con personas enfermas y expuestas al sol, ese barco permaneció estacionado en alta mar, sin permiso para entrar a un puerto en el que los migrantes pudieran desembarcar. Italia, un país de emigrantes que tuvo colonias en África, y Malta, que remonta sus orígenes a una orden religiosa de la época de las Cruzadas, se negaron a darles acogida. Ese hecho vergonzoso, que solo se explica por la xenofobia y el racismo, no tiene ninguna justificación ética o jurídica; la Corte Europea de Derechos Humanos ya ha condenado a Italia por hechos similares. Pero es aún más chocante que, después de que el gobierno español aceptara recibir a esos refugiados, el ministro del interior italiano, Matteo Salvini, haya declarado que habían logrado la victoria; victoria porque se había impedido a los africanos pisar la tierra de Eneas, y victoria porque, finalmente, se había endilgado al gobierno español a esos ciudadanos que Salvini considera indeseables. Con su negativa a permitir que ese barco pudiera atracar en puertos italianos, el ministro Salvini quiso “garantizar una vida serena a esos chicos de África y a nuestros hijos en Italia”; pero, por supuesto, más separados que en el gueto de Varsovia, para preservar la pureza de la sangre y evitar la “limpieza étnica”. ¡Bravo por los herederos de la República de Saló!
Mientras tanto, la Unión Europea mira para otro lado, indiferente al destino de esos seres humanos, más preocupada por los nuevos aranceles impuestos por Donald Trump a los productos europeos que por la preservación de los valores occidentales; más pendiente de los pasos que hay que dar en la diplomacia clásica que de los que habría que dar en una diplomacia que se ocupe de atender desastres humanitarios de esta envergadura.
Aunque, con tanta gente a bordo, muchos de ellos en estado crítico, el Aquarius no puede navegar en condiciones seguras hasta el puerto de Valencia u otro puerto español, esta vez, parece haberse impuesto la solidaridad sobre el egoísmo más perverso. Pero no basta con resolver aisladamente una crisis particular, si no se crean los mecanismos adecuados para erradicar de raíz las causas de las olas de migrantes que huyen de la represión o la miseria, o si, de persistir esas crisis, no se resuelven con sentido solidario y humano.

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