INDIFERENCIA Y SOLIDARIDAD
HECTOR FAUNDEZ
En tiempos de la diáspora venezolana,
probablemente aún permanece en la retina de muchas personas la imagen de
“la gente de los botes” que, víctimas de una de las mayores crisis
humanitarias en el último medio siglo, debieron abandonar Vietnam para
huir de la persecución política, la discriminación por razones étnicas, y
la catástrofe económica heredada de la guerra de Vietnam. Se calcula
que, entre 1975 y 1995, alrededor de 1 millón de vietnamitas,
apretujados a bordo de pequeñas embarcaciones, prefirieron enfrentar las
tormentas y las privaciones para escapar de uno de los mayores
desastres creados por el hombre. No todos ellos consiguieron sobrevivir a
esa travesía que se suponía debía llevarlos a la libertad. Ese mismo
drama se repitió con los balseros haitianos y cubanos o, más
recientemente, con las olas de inmigrantes bosnios o sirios. Hoy se está
escribiendo un nuevo capítulo del drama de los refugiados, teniendo
como protagonistas a los subsaharianos que, en las condiciones más
precarias que se pueda imaginar, con mujeres y niños en medio de los
cuerpos sin vida de quienes no lo lograron, intentan atravesar el mar
Mediterráneo para llegar a Europa.
En estos días, el Aquarius, un barco
de Médicos sin Frontera y de SOS Mediterranée, logró rescatar de las
garras de la muerte, en el mar Mediterráneo, a 629 seres humanos,
incluidas mujeres embarazadas y más de un centenar de menores de edad
que ya no tienen la compañía de sus padres; pero, durante días, con
personas enfermas y expuestas al sol, ese barco permaneció estacionado
en alta mar, sin permiso para entrar a un puerto en el que los migrantes
pudieran desembarcar. Italia, un país de emigrantes que tuvo colonias
en África, y Malta, que remonta sus orígenes a una orden religiosa de la
época de las Cruzadas, se negaron a darles acogida. Ese hecho
vergonzoso, que solo se explica por la xenofobia y el racismo, no tiene
ninguna justificación ética o jurídica; la Corte Europea de Derechos
Humanos ya ha condenado a Italia por hechos similares. Pero es aún más
chocante que, después de que el gobierno español aceptara recibir a esos
refugiados, el ministro del interior italiano, Matteo Salvini, haya
declarado que habían logrado la victoria; victoria porque se había
impedido a los africanos pisar la tierra de Eneas, y victoria porque,
finalmente, se había endilgado al gobierno español a esos ciudadanos que
Salvini considera indeseables. Con su negativa a permitir que ese barco
pudiera atracar en puertos italianos, el ministro Salvini quiso
“garantizar una vida serena a esos chicos de África y a nuestros hijos
en Italia”; pero, por supuesto, más separados que en el gueto de
Varsovia, para preservar la pureza de la sangre y evitar la “limpieza
étnica”. ¡Bravo por los herederos de la República de Saló!
Mientras tanto, la Unión Europea mira
para otro lado, indiferente al destino de esos seres humanos, más
preocupada por los nuevos aranceles impuestos por Donald Trump a los
productos europeos que por la preservación de los valores occidentales;
más pendiente de los pasos que hay que dar en la diplomacia clásica que
de los que habría que dar en una diplomacia que se ocupe de atender
desastres humanitarios de esta envergadura.
Aunque, con tanta gente a bordo,
muchos de ellos en estado crítico, el Aquarius no puede navegar en
condiciones seguras hasta el puerto de Valencia u otro puerto español,
esta vez, parece haberse impuesto la solidaridad sobre el egoísmo más
perverso. Pero no basta con resolver aisladamente una crisis particular,
si no se crean los mecanismos adecuados para erradicar de raíz las
causas de las olas de migrantes que huyen de la represión o la miseria, o
si, de persistir esas crisis, no se resuelven con sentido solidario y
humano.
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