Voluntad y representación
DANIEL INNERARITY
En las sociedades democráticas se alternan momentos de desorden y
momentos de construcción, sacudidas externas y construcción
institucional, inmediatez de la voluntad popular y mediación política.
Tomo el título del célebre libro de Schopenhauer para designar a ambos
momentos voluntad y representación, dimensiones necesarias de la
democracia, que se empobrecería sin una de ellas.
Comencemos
por la voluntad. Las democracias tienen que estar abiertas a la toma en
consideración de nuevas perspectivas que habían sido desatendidas en
los procesos instituidos o con la prioridad que a tales asuntos les
debería corresponder. No hay democracia sin esa posibilidad de
“desestabilizar” al poder constituido. Pensemos en el hecho de que la
mayor parte de los grandes temas que se han popularizado en las
democracias contemporáneas no lo han sido gracias a la iniciativa de los
partidos, los gobiernos o los parlamentos, sino de la opinión pública
desorganizada o los movimientos sociales. Así sucedió con el revulsivo
que supuso el 15-M (y todos los similares a lo largo del mundo en lo más
agudo de la crisis, como Ocuppy Wall Street o We are 100%), el impulso feminista del Me Too,
las protestas de los pensionistas, las movilizaciones soberanistas en
Cataluña e incluso el éxito de la reciente moción de censura
(desencadenado por una sentencia judicial, es decir, un agente externo a
los principales protagonistas de la vida política). Son fenómenos que
tienen pocas cosas en común, salvo el hecho de haber interrumpido la
continuidad de la vida institucional, haber modificado las agendas
políticas o la percepción de lo que era políticamente posible y
deseable.
La celebración de tales sacudidas de la voluntad popular no debería
hacernos olvidar que sin el segundo momento —el de la representación o
la mediación— no habría avances significativos y todo quedaría en la
cólera improductiva del soberano negativo. De entre las diversas razones
que justifican este segundo momento la más importante es garantizar la
igualdad política.
Las limitaciones del intento de mejorar la democracia por el solo
procedimiento de ser lo más fieles que sea posible al “mandato popular”,
de incrementar la participación o favorecer la implicación de la
sociedad en los procesos de decisión proceden fundamentalmente de su
desigualdad. Las mismas desigualdades presentes en la sociedad se
reflejan en la movilización política. Aseguran los estudiosos del asunto
que generalmente participan más los ricos y con más educación. Al mismo
tiempo, el universo de la protesta organizada no pocas veces refleja
una polarización artificial y reproduce nuevas formas de elitismo.
Aquellos que tienen un mayor interés en la participación o una voz más
alta suelen terminar imponiéndose. Al igual que hay una
profesionalización de la política, también la hay de la protesta y el
activismo. Por si fuera poco, las promesas de que el nuevo espacio
digital condujera necesariamente a una desintermediación con efectos
democratizadores se han revelado como exageradas. En Internet, como en
otros ámbitos de la sociedad, las capacidades y posibilidades de
participación están distribuidas de manera muy desigual y las
instituciones han de tenerlo en cuenta. Pese al entusiasmo digital, los
foros on line, por ejemplo, se caracterizan por una gran homogeneidad y una mayor presencia de posiciones extremistas.
Si la igualdad política es algo que debe construirse es porque el
punto de partida de la movilización política y su despliegue espontáneo
no son igualitarios. En una democracia compleja la participación activa
de los ciudadanos no basta para legitimar la democracia. El principio
democrático de igualdad en la influencia de toda la ciudadanía en las
decisiones políticas es algo que no puede lograrse sin participación,
pero que también puede malograrse con “demasiada” participación, porque
la participación no necesariamente es un instrumento igualitario pues
con frecuencia ratifica e incluso amplía las asimetrías presentes en una
sociedad. Para corregir esas asimetrías hace falta una determinada
arquitectura institucional y con ello entramos en una lógica en la que
las formas espontáneas de configuración de la voluntad política (la
estructura antagonista, la agregación o la mera impugnación y la
protesta) sirven más bien poco; son necesarios procedimientos, acuerdos,
transacciones y compromisos, que desde el punto de vista de la
inmediatez populista parecerán artificiosidades que enmascaran la
voluntad popular, mientras que desde la perspectiva tecnocrática son
defendidos como una inevitable neutralización del poder popular para
llevar a cabo políticas racionales.
Los procesos de la política institucionalizada dan siempre la
impresión de estar ahí para reducir el poder de la voluntad popular en
la medida en que frenan su espontaneidad, ponderan los intereses y
generan una distancia que desempodera a la gente. Pienso, por el
contrario, que la justificación de cualquier mediación democrática (y la
función desde la cual hay que criticarlas cuando no lo hacen bien) es
exactamente la contraria: incluir toda la pluralidad de las perspectivas
sociales en los procesos políticos de decisión, corregir la mera
igualdad formal de los individuos y trascender la inmediatez de sus
intereses de modo que los procesos políticos de representación y
decisión, lejos de enmascarar una supuesta voluntad popular original
pura, configuren una voluntad popular más reflexiva e incluyente. La
tarea de la política no es conseguir un equilibrio entre las voluntades
políticas ya constituidas sino la formación de una voluntad política
común que no existía con anterioridad.
Es cierto que ninguna teoría de la democracia deja sin
atender a las minorías, pero en los modelos agregativos la preocupación
por la minoría tiene un carácter, por así decirlo, asistencial, de
reparación de los daños que una decisión mayoritaria haya podido tener
sobre ellos. La preocupación por las minorías viene después del proceso
de decisión, para compensar a quien no ha formado parte de ella. El
proceso democrático concebido como una agregación mecanicista de las
preferencias no tiene un espacio propio para la incorporación de las
minorías a las decisiones colectivas. En cambio, tomar en consideración
los intereses de las minorías también cuando se trata de aplicar la
voluntad mayoritaria implica una mayor calidad democrática que la lógica
de la agregación. La democracia no consiste en el sumatorio de las
preferencias en conflicto sino en un proceso de mediación en el que se
garantiza en lo posible la misma capacidad de todos para condicionar las
decisiones políticas colectivas. La democracia es mejor cuanto más
inclusiva, cuando la voluntad que finalmente se hace valer es el
resultado del trabajo de la representación.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro Política para perplejos (Galaxia-Gutenberg). @daniInnerarity
No hay comentarios:
Publicar un comentario