TULIO HERNANDEZ
EL NACIONAL
A pesar de que la muerte por asesinato
se hizo en Venezuela asunto de rutina, de que la vida entre nosotros no
tiene ya nada de sagrado y de que, con la excepción de los jerarcas
chavistas, todos los venezolanos nos sabemos candidatos proclives al
balazo fortuito; cuando la muerte por asesinato nos pisa cerca, el
corazón igual vuelve a estremecerse.
No habíamos terminado de recuperarnos
del asesinato del ganadero rubiense Carlos Manuel Tarazona Medina,
cometido en el más puro estilo de una vendetta narco, por una escuadra
de pistoleros del régimen, cuando recibimos la infausta noticia de la
muerte, también a balazos, también a mansalva, del músico y amigo
caraqueño Evio di Marzo.
II
A “Cocha”, como lo llamaban
cariñosamente familiares y amigos, lo mataron casi a la vista de todos,
luego de que los pistoleros comandados por el jefe psuvista Freddy
Bernal atravesaron las calles de Rubio, irrumpieron en su oficina del
matadero Baritaria y descargaron sus armas sin piedad.
La muerte de Evio fue también
dramática. Frente a su esposa y dos de sus pequeños hijos, para robarle
una bolsa de comida, una pareja de malandrines de la zona aledaña a la
mezquita de Quebrada Honda, en Caracas, terminaron disparándole en el
pecho, también sin piedad ni sentido, hasta segarle la vida.
Que un venezolano cualquiera viva la
experiencia de enterarse, en un mes, del asesinato de dos personas que
ha conocido durante largas décadas de su vida es un dato
estadísticamente revelador. Psicológica y afectivamente amenazante.
Humanamente cruel.
Porque es obvio que esa persona, el
autor de estas líneas, no puede ser una excepción. Lo que le ocurre, sin
duda, le sucede igual a miles y miles de venezolanos que mes a mes
lloran la muerte de alguien cercano que no logró evadir el asedio armado
de la delincuencia común y de la delincuencia política. De los rateros
de la calle, los grupos paramilitares rojos llamados colectivos o las
policías y las fuerzas armadas pretorianas que a fuerza de bala y gas
aseguran la continuidad de Maduro en el poder.
III
En tiempo de las redes la mordaza
informativa no logra impedir que le lleguemos al dolor en primera fila.
En los días posteriores a la muerte de “Cocha”, varias veces nos
frotamos la tristeza mientras veíamos los videos de sus hijos, amigos, y
concejales explicando quién era ese hombre apreciado al que los
jerarcas chavistas han tratado de degradar moralmente –narcotraficante,
asesino, es lo menos que le han dicho– para justificar lo injustificable
en un país donde no hay pena de muerte.
Y todavía hoy escribo con un nudo en
la garganta, mientras leo las notas que amigos queridos, Xariell
Xarabia, memoria afectiva de los músicos de la ciudad; nuestro
compositor entrañable, Henry Martínez; Yajaira Núñez, la periodista
cuidadora de los artistas venezolanos; el poeta Willie McKey y tantos
otros, han escrito compungidos ante el adiós acribillado de Evio di
Marzo.
IV
La muerte de los cercanos desde el
exilio duele más. Lo supe con exactitud cuando no pude ir a despedir,
allá en Rubio, a mi tío Héctor Erebo, el último de la estirpe de los
abuelos Ernesto y Eduarda. Lo verifiqué acompañando en Bogotá a un buen
amigo activista político quien, para no correr el riesgo de terminar
torturado en La Tumba o en Ramo Verde, tuvo que privarse de ir al
entierro de su madre.
Duele por la muerte en sí. Y por no
poder estar allí, con los seres queridos, despidiendo una vida. Entonces
te encierras en tu habitación prestada. Te imaginas la ceremonia
funeraria. Y haces silencio. Sin abrazos. Ni compañía.
Pero ahora, como compensación, le doy
tregua al dolor mientras veo en la pantalla a un hombre joven, delgado,
apuesto y feliz, que pega saltos ingrávidos asido a su guitarra
mientras interpreta, acompañado por un grupo de maestros imberbes, una
pieza titulada “Yo sin ti no valgo nada”. Me reconforto leyendo al
sociólogo y, ahora descubro que, escritor Juan Bautista González
contándonos que el de Evio fue un “entierro ecuménico”. Y así apaciguo
un dolor en el plexo solar donde esta tarde bogotana se me ha
incrustado, como un puñal, la convicción de que Venezuela ya no es una
nación sino un extenso y ajeno valle de lágrimas.
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