Una política que se entienda
Daniel Innerarity
Todo parece apuntar a que vivimos en una democracia de los
incompetentes. Hablamos de una ciudadanía que decide y controla, pero lo
cierto es que carecemos de las capacidades necesarias para ello por
falta de conocimiento político, por estar sobrecargados, incapaces de
procesar la información cacofónica o simplemente desinteresados. El
origen de nuestros problemas políticos reside en el hecho de que la
democracia necesita unos actores que ella misma es incapaz de producir.
Una opinión pública que no entienda la política y que no sea capaz de
juzgarla puede ser fácilmente instrumentalizada o enviar señales
equívocas al sistema político.
La
política nos resulta incomprensible. Si hay una crisis de la política
es precisamente porque no consigue cumplir una de sus funciones básicas,
la de hacer visibles a la sociedad sus temas y discursos, así como la
imputabilidad de las acciones, facilitar su inteligibilidad. Al mismo
tiempo que el Estado ya no funciona como gran institución que hace
comprensible la política desde el momento en que nuestra inserción en
espacios globales difumina la autoridad y la responsabilidad, las
instituciones que ejercían una mediación (partidos, sindicatos, medios
de comunicación) apenas desarrollan esta función orientadora. El demos está sobrecargado, pero también las élites y los expertos. ¿Cómo ejercer, entonces, la función de control público?
Nuestras instituciones políticas han sido pensadas para hacer frente a
la escasez de información y hemos atendido muy poco a la posibilidad de
que lo que estuviera dificultando el juicio político fuera, por el
contrario, el exceso de información. Lo que hoy tenemos es más bien una
proliferación de datos e informaciones, spam político,
publicidad omnipresente, solicitaciones de atención, opiniones múltiples
y contradictorias, comunicación en todas las direcciones. El ciudadano
corriente vive hoy la política como un exceso de ruido que no le
orienta, pero sirve para irritarle; tenemos una especie de calentamiento
global de la ciudadanía que dificulta hacerse una opinión de lo que
pasa e imprimir a la sociedad la dirección deseable.
Hay un problema básico de economía de la atención, dadas las
condiciones actuales de la observación política: escasez de tiempo,
aceleración de los procesos, sobrecarga informativa, extrañeza de los
asuntos, saber precario. La profusión de detalles irrelevantes, el
cambio continuo de los temas, su rápida desvalorización, dificultan la
organización reflexiva de las nuevas informaciones en una imagen
omniabarcante y coherente de lo político. Hacemos frente a este
desconcierto con dos grandes recursos, ambos insuficientes, y que
podríamos sintetizar en una lógica populista y en el recurso
tecnocrático a los expertos.
La “popularización” de la política consiste en mover el foco de los
contenidos hacia quienes deciden, de los temas a los símbolos y las
escenificaciones, una reacción que simplifica y alivia pasajeramente el
desconcierto porque es más fácil hacerse un juicio sobre las personas
que sobre los asuntos. Una derivada de esta estrategia es la
moralización de los problemas. La asignación de culpabilidad, la
indignación o las llamadas a la ejemplaridad personal sustituyen al
conocimiento. La síntesis de ambas posibilidades (personalización y
moralización) tiene lugar en los escándalos, momentos de gran explosión
emotiva, que no siempre contribuyen a que nos hagamos una idea de lo que
realmente pasa y de los que se siguen menos consecuencias de las que
deberían. Fijémonos en la peculiar lógica despolitizadora con la que
funciona nuestra política convertida en espectáculo: nos escandaliza más
el uso concreto que se hizo de unas tarjetas black que el
enorme coste económico y social del rescate bancario; la presidenta de
una comunidad autónoma tuvo que dimitir por el robo de unas cremas (de
lo que había imágenes) y no por el daño invisible que había hecho a la
universidad con la falsificación de sus títulos; buena parte de nuestra
clase política ha estado ocupada con un chalet que se habían comprado
unos dirigentes políticos en el mismo momento en el que debería
concentrarse en la construcción de una alternativa… Los escándalos
parecen representar momentos en los que se produce una revelación
política, pero lo cierto es que su lógica pone de manifiesto que somos
una sociedad continuamente distraída.
El otro gran posible recurso para entender la política también es muy
limitado. La delegación en los expertos está llena de paradojas. La
primera de ellas es que no parece que debamos reconocerles demasiada
autoridad cuando sus opiniones no coinciden ni concluyen en un saber
incontestable. Pero la objeción que verdaderamente cuenta desde el punto
de vista democrático es que la delegación y la representación no nos
exoneran de la función de observación y control. En una democracia, la
ciudadanía no puede dimitir de la obligación de observar y controlar
críticamente a aquellos en quienes ha confiado.
Cuando comenzaron a universalizarse los derechos
democráticos, los más conservadores se inquietaron por la posible
incapacidad de los nuevos ciudadanos incorporados al grupo de quienes
opinan y deciden, es decir, a quienes se supone en plena disposición de
juicio político. Pero ni el problema es de las personas (dirigentes o
dirigidos), ni hay que responsabilizarlas individualmente de su
solución. La falta de competencia política no es un fallo individual,
razón por la que no debemos esperar demasiado de la capacitación
personal de los votantes, ni la buena política se resuelve con la
ejemplaridad de quienes nos representan. Las soluciones han de ser
institucionales y procedimentales; lo que hay que mejorar es la
capacidad del sistema político para actuar inteligentemente, nuestro
aprendizaje colectivo. No se trata tanto de fortalecer las capacidades
individuales como aquellos aspectos de la organización social que
incrementan sus capacidades cooperativas. La solución al problema que
nos ocupa no sería menos democracia (simplificación populista o
delegación en los expertos), sino más democracia, en el sentido de una
mejor interacción y un ejercicio compartido de las facultades políticas.
La complejidad de las sociedades modernas no nos condena
necesariamente a una pérdida de sustancia de la democracia en la medida
en que puede ser entendida como una invitación a realizar experiencias
de aprendizaje cooperativo. En este sentido, no es tanto que la
democracia requiera competencia política como que la competencia
política requiere democracia; la adquisición de esas propiedades,
cognitivas y cívicas no es plenamente realizable más que en el contexto
de una experiencia de vida democrática común.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar Política para perplejos (Galaxia-Gutenberg). @daniInnerarity
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