Los jóvenes que se quedan en Venezuela
THE NEW YORK TIMES
CARACAS — En los últimos cuatro años, Venezuela se ha convertido prácticamente en sinónimo de crisis. Las imágenes de la nación suramericana muestran rostros demacrados, filas para los alimentos subsidiados, hospitales sin suministros y operativos policiales.
En las fronteras con Colombia y con Brasil
han aparecido ciudades de tiendas de campaña. Están repletas de
viajeros exhaustos que huyen del país que tiene las mayores reservas de
petróleo comprobadas en el mundo, aunque en la situación actual es fácil de olvidar que ese es el caso.
La hiperinflación
ha motivado su huida. El valor oficial del “bolívar fuerte”, como se
conoce a la moneda venezolana, es de diez bolívares por dólar; en el
mercado negro, que refleja el valor del bolívar en la calle y en el
mercado cambiario internacional, la tasa de cambio alcanzó durante los primeros días de junio los 2 millones de bolívares por un dólar.
El Fondo Monetario Internacional proyecta
que la inflación llegue a un 13.000 por ciento para fin de año. Estas
distorsiones y controles de precios han creado un entorno propicio para
la corrupción. Mientras algunos de los venezolanos más acaudalados
ocultan su riqueza, como fue evidenciado con los Papeles de Panamá,
quienes ganan el salario mínimo en el país deben dedicar la mayor parte
de su ingreso mensual a comprar la canasta básica y, aun así, batallan
para poner comida en la mesa.
Miles
de jóvenes venezolanos se han ido a ciudades con economías más fuertes y
más oportunidades —Lima, Nueva York, Bogotá, Barcelona—, en lo que se
ha vuelto una diáspora de rápido crecimiento. Muchos de los que se
quedan están anclados por limitantes económicas y obligaciones
familiares. Sin embargo, otros han elegido perfeccionar sus oficios en
Caracas.
Juan
Carlos Ramos, quien se hace llamar Koji, comenzó su marca de ropa, Era,
en enero de 2016. Es un diseñador autodidacto (esas horas dedicadas a
ver tutoriales en YouTube rindieron frutos) y dueño de un negocio con
pocos gastos generales, pero la inflación y los aumentos semanales en el
costo de los materiales dificultaron la producción y la volvieron casi
imposible. Después de ese primer año, las protestas estallaron en
Caracas y Era cerró sus puertas.
A
principios de 2018, Ramos revivió su marca de camisetas impresas y
chaquetas pintadas a mano, adornadas con nombres y citas escritas en
inglés que suelen hablar del entorno complejo y la cultura tropical
urbana de Caracas; por ejemplo, una chamarra vaquera que dice “Revenge
is Wild Justice” (“La venganza es justicia salvaje”) y un parche que
ostenta la frase “Venezuela, fierce town” (“Venezuela, un pueblo
valiente”).
En la actual economía puede ganar más vendiendo estas prendas directamente a clientes en Instagram que lo que podría obtener con un salario por hora en la mayoría de las demás industrias.
Una
calurosa tarde en su hogar, Ramos se inclinó sobre su máquina de coser
para hacer un parche mientras su novia, Ana Cartaya, trabajaba en un
tatuaje para él: el diseño de una navaja en líneas de color negro.
Ramos
habló sobre el futuro. “El sueño sería ir a algún otro lugar y llegar a
un punto en el que gane lo suficiente para regresar y vivir bien, pero
todo”, dijo Ramos, perdiendo el entusiasmo, “todo es muy complicado
ahora”.
Cartaya,
de 21 años, es una artista multifacética consumada —estudiante de moda,
bailarina, modelo y tatuadora— que todavía no decide a cuál de esas
profesiones dedicarse por completo. Su grupo de danza dejó de ensayar
hace algunos meses; por ahora, ella se mantiene ocupada con el modelaje,
los tatuajes y la escuela, pero dice sentirse paralizada por la falta
de oportunidades.
“Siento
como que todo el tiempo estoy tratando de alcanzar algo que no puedo
tener. Me siento como en una prisión”, comentó. “Por mucho tiempo he
sentido que nunca podré lograr lo que habría alcanzado si me hubiera ido
hace tiempo”.
En
una fiesta hace poco, el amplio y tenso centro de Caracas fue
desvaneciéndose a medida que la gente bailaba debajo de hileras de luces
multicolores que colgaban de los árboles de una casa con vistas a la
ciudad.
“Siento
como que las fiestas son más necesarias que nunca”, afirmó María
Betania Chacin, DJ conocida como Mabe, detrás de las tornamesas. “La
gente tiene que soltar la tensión”.
En
esta ocasión, su tensión se debía a la pérdida de su camioneta, que le
habían robado la noche anterior. “Ahora necesito trabajar más que nunca y
tengo más motivos para distraerme”, dijo Mabe.
Unos
días más tarde, durante una entrevista en un pequeño apartamento que le
renta un amigo que se fue del país, Mabe habló sobre los factores
urgentes en Venezuela: el estado de la economía y el crimen resultante.
“Creo que en estos días los jóvenes sienten una enorme presión de que
tienen que graduarse y salir de aquí porque eso es todo lo que se
escucha”, dijo. “Los medios siempre están repitiendo que no hay futuro.
No comparto esa opinión. Por eso vivo aquí”.
En
un gimnasio en Altamira, un barrio de lujo con calles flanqueadas por
plantas tropicales en la pudiente zona oriental de Caracas, Carolina
Jiménez y Luis Itanare estaban estancados en un aparente punto muerto
mientras luchaban en el piso durante una clase de práctica de jiu-jitsu
brasileño.
Jiménez,
campeona internacional de artes marciales mixtas, era la única mujer en
la habitación. Su cuerpo musculoso y sus rápidos movimientos
mantuvieron a raya a Itanare, quien además es su novio. Para cuando
terminó la sesión de entrenamiento ambos estaban sudorosos.
Más
tarde ese mismo día, en el estudio de tatuajes de Itanare, la pareja
miraba desde la ventana a una mujer mayor que alimentaba a una parvada
de pericos azules y dorados en su balcón. Jiménez tomó fotos de las aves
con su teléfono. A pesar de las dificultades de ser una atleta
profesional aquí, no duda en centrarse en lo positivo.
“Una
de las mejores cosas de ser atleta profesional en Venezuela es el nivel
y la calidad de los entrenadores”, dijo Jiménez. “Todos los días, la
posibilidad de entrenar con un campeón mundial de boxeo o lucha u otras
disciplinas está a tu alcance. Pero por otra lado, la situación
socioeconómica ha obligado a muchos atletas a abandonar sus
entrenamientos por la falta de recursos y patrocinadores”.
El año pasado, Jiménez ganó una victoria importante en una competencia
de Ladies’ Fight Night (Noche de Lucha de Mujeres) en Polonia, justa
importante en el circuito femenil de las artes marciales mixtas, después
de tener éxito con una campaña de recaudación de fondos para cubrir los
gastos de viaje.
Después
contrató a un agente para representarla, pero son inciertos los
siguientes pasos en su carrera en este país cada vez más aislado. Por el
momento entrena dos veces al día y trata de apegarse a una dieta alta
en proteínas, en una nación donde la gente sobrevive cada vez más con
yuca y pasta, a medida que se ha disparado el precio de la carne.
“Mucha
gente tiene que concentrarse más en buscar la forma de sobrevivir que
en cómo crear”, comentó Yarua Camagni, bailarina de la Fundación
Compañía Nacional de la Danza, durante un ensayo. Ella complementa los
ingresos derivados de sus presentaciones dando clases de danza, pilates y
yoga.
“Aquellos
que se quedan siguen adelante y luchan por amor a su profesión. Sí, es
duro, pero es posible seguir siendo bailarina en Venezuela”.
En su estudio, Itanare se preparaba para tatuar un diseño que nombró
“Barrio imposible” en el tobillo de su amigo Víctor. El nombre hace
referencia a las comunidades de las laderas de Venezuela, donde los
hogares de la clase trabajadora se apilan en un tapiz de colores y
formas verticales.
Sus
interpretaciones de los barrios de Caracas incluyen escaleras y
estructuras que parecen desafiar la gravedad, como si se tratara de un
mundo parte Federico García Lorca y parte M. C. Escher.
Mostró
un libro que contenía su obra más reciente, “tropicornios”, en la que
crecen palmeras en las frentes de unos unicornios, y “ranchusos”, en la
que “ranchos” (asentamientos irregulares) con estilo de barrios se
convierten en mangos de “chusos” (armas punzocortantes que se usan en
prisión), símbolos visuales de la violencia del país.
Ante
la pregunta de si cree que él y Jiménez dejarán el país, Itanare dijo:
“No lo sé. Tengo mi estudio; Caro tiene sus entrenamientos. En cualquier
otro lado cobraría más, pero también tendríamos que tener otros dos
empleos para salir adelante. Al final tal vez tengamos que irnos, pero
tenemos que esperar y ver”.
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