Humberto García Larralde
El insólito hecho de que un gobierno tan incompetente, corrupto y
cruel permanezca en el poder contra el sentir abrumadoramente
mayoritario de la población venezolana manifiesta una grave patología en
el cuerpo político de la república que está terminando por destruir lo
que una vez fue un hermoso país.
Hemos insistido en que la tragedia actual no constituye ninguna
fatalidad y que el país tiene cómo superarla en plazos perentorios. Pero
la oligarquía que hoy ocupa el poder muestra ser refractaria al clamor
por que sean rectificadas políticas causantes de uno de los procesos de
empobrecimiento masivo más acelerado que conoce la historia moderna para
un país que no esté guerra. Su interés está en cómo continuar
aprovechando las oportunidades de lucro que deparan la destrucción del
Estado de Derecho y la ausencia de transparencia y de rendición de
cuentas de sus procederes. Sin precios regulados, tipos de cambio
diferenciados, monopolización de canales de distribución, leyes
punitivas que facilitan la extorsión y la ausencia de supervisión
externa –abatidas las normas que resguardan contra el dolo en el manejo
de los recursos públicos–, no existirían posibilidades para un
enriquecimiento tan súbito e impune. En nombre del socialismo, esta
oligarquía ha erigido un Estado Patrimonial (Max Weber), violando el
ordenamiento constitucional para borrar las fronteras entre el
patrimonio público y el suyo. En este afán, usurparon la soberanía que
debe ejercer el pueblo sobre la cosa pública (res publica) a través de
sus órganos legítimos de representación, trampeando estructuras
paralelas de poder –la designación de “protectores” en estados
gobernados por la oposición y la invención de una “asamblea
constituyente”— para apropiarse de manera excluyente del Estado
Venezolano.
¿Y cómo, desafiando toda lógica, se mantiene tan nefasto régimen? Por
la fuerza, como toda dictadura. Para asegurar la lealtad de las armas,
promovió la participación del alto mando militar en el sistema de
expoliación montado, factura indiscutiblemente cubana. Instauró un
Estado de Terror, con tribunales cómplices que penalizan a la
disidencia, en el que se tortura a los presos políticos y se reprime
salvajemente toda protesta. Luego de las 140 muertes a manos militares y
de bandas fascistas durante las movilizaciones del año pasado, la
oligarquía confía en que el pueblo no se arriesgará a manifestar
activamente en su contra. El despotismo llega al extremo cuando la
cabeza visible del crimen masivo que se perpetra contra los venezolanos
tiene la desfachatez de armar una trampajaula para hacerse “reelegir”,
en suprema burla de la voluntad popular.
Del lado de las fuerzas democráticas el desconcierto ante la conducta
abiertamente dictatorial de Nicolás Maduro y de los militares que lo
apoyan hace aflorar intereses de grupo que se sobreponen a la necesaria
unión de propósitos, facilitando su perpetuación en el poder. Dos cosas
son centrales para que las fuerzas democráticas recobren su liderazgo y
contribuyan exitosamente a resquebrajar las bases de sustento de la
dictadura.
En primer lugar, deben ponerse de acuerdo sobre la naturaleza del
régimen a que se enfrenta. Es más que una simple dictadura. A pesar de
–o mejor por– su retórica comunistoide, su comportamiento no se
distingue de la del fascismo clásico. El constructo ideológico de la
oligarquía militar civil es ahora otro –no profesa la superioridad
étnica o el destino manifiesto de la nación por dominar a otras–, pero
persigue iguales fines: proyectar la política como una guerra conforme a
una representación maniquea inspirada en épicas de una mitificada “edad
de oro” –la gesta emancipadora–, en la que se arroga el papel de
“pueblo”, aun siendo una reducida minoría. Quienes se le oponen son
“enemigos del pueblo”. La prosecución de fines pretendidamente
trascendentes “justificaría”, en tal contienda, desmantelar los
contrapesos del Estado de Derecho en nombre de una “revolución” que sólo
conduce a la destrucción.
Tal montaje ideológico azuza el fanatismo de una secta minoritaria
–impermeable a toda crítica a su imaginario desde una perspectiva
racional–, para que funja como herramienta para el control social en
zonas populares y como fuerza de choque (las bandas fascistas
denominadas “colectivos”), en apoyo al régimen. Por otro lado, sirve de
bálsamo para aliviar las conciencias de quienes destruyen el país,
cobijándolos en una fantasiosa recitación de clichés que los proyecta
como “campeones en la defensa de los intereses del pueblo” y herederos
del legado de El Libertador. No es que crean en estas monsergas, pero de
tanto repetirlas, construyen una realidad alterna que sirve de
hermético blindaje contra todo reclamo y para arrogarse una supuesta
supremacía moral para chantajear a la disidencia y absolver sus
desmanes. De ahí la terrible crueldad con que se niegan a corregir sus
políticas, condenando a la gente a padecer hambre, desnutrición y muerte
por falta de medicamentos.
Las fuerzas democráticas deben quitarles a Maduro, Cabello, Padrino y
los hermanos Rodríguez toda pretensión de legitimarse enarbolando
banderas que cosechan a su provecho una cultura política izquierdosa muy
extendida en el país, sembrada por el estatismo adeco copeyano y una
romantizada visión de “guerrilleros heroicos”. Debe desnudarse su
naturaleza fascista para desmentir el sentido de misión justiciera con
que embaucan a quienes los apoyan. Ello ataña al uso del lenguaje. No es
posible que quien denuncie las mafias sea el propio Maduro, con el fin
de ponerle la mano a los mercados municipales o desplazar a sus rivales
de PdVSA. ¿Qué Cabello califique de “fascistas” a la oposición y que el
gorilaje militar se escude señalando una conspiración de la
“ultra-derecha”? ¡¡Por favor!!
En segundo lugar, la oposición democrática debe formular un proyecto
de país alterno al actual desastre, que sea creíble y que pueda convocar
a los distintos sectores sociales a la lucha definitiva por desalojar
del poder a los fascistas. Decir que lo haremos mejor porque no somos
corruptos y porque convocaremos a los más talentosos para gobernar, si
bien es cierto en el balance, no convence: un manejo mejor de la renta
está muy lejos de ofrecer las soluciones que el país demanda. Por otro
lado, la gente no lee programas de gobierno, por más bien fundamentados
que estén. Es menester conceptualizar política y socialmente un modelo
de país que inspire acciones de cambio, diferenciándose radicalmente del
régimen expoliador rentista, basado en la fuerza, que hoy nos oprime.
Ha llegado el momento de profesar abiertamente la necesidad de construir
un régimen democrático liberal con vocación social, amparado en un
Estado de Derecho sólido en el que la igualdad ante la ley se sustente
en una igualdad de oportunidades forjada por políticas sociales
focalizadas que “nivelen el campo de juego”. El concepto de economía
social de mercado, enraizado en las vivencias y las necesidades reales
de la gente, abre posibilidades para alcanzar la prosperidad y la
justicia social a través de la iniciativa privada, en un contexto
institucional en el que el Estado vela por el cumplimiento de los
derechos laborales, civiles, ambientales y políticos, reduce las trabas a
la actividad productiva y genera las externalidades positivas que
reducen los costos transaccionales y facilitan la competitividad. La
remuneración y/o los proventos de cualquier emprendimiento, por más
modesto que sea, deben permitir una vida digna a los venezolanos, con
expectativas de superación con base en el esfuerzo, el estudio y la
capacitación. El usufructo de la renta petrolera tampoco debe estar
sujeto a la discrecionalidad del gobernante de turno.
Sin proyectar clara y convincentemente una capacidad para
constituirse en alternativa seria, viable, con amplio apoyo popular,
será difícil resquebrajar el sustento de la actual dictadura haciendo
que los militares honestos se arriesguen a hacer cumplir los artículos
328 y 333 de la Constitución.
Humberto García Larralde, economista, profesor de la UCV, humgarl@gmail.com
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