ANDRES CALDERA P.
En un país serio, después de lo ocurrido el 20 de mayo, ya el presidente de la República habría renunciado.
Ese día, Nicolás Maduro evidenció
ante el mundo que perdió hasta el apoyo de la mayoría de los seguidores
de Hugo Chávez. Las cifras creíbles más generosas le dan un exiguo
respaldo popular. Se quedó solo en el poder, con sus cercanos y la
cúpula militar. No podía de ser de otra manera ante la pavorosa crisis
que ha desatado su gobierno en Venezuela. La hiper-inflación, que se ha
llevado históricamente por delante a los gobiernos de los pueblos que la
han padecido, está llegando a récord mundial.
Me cuesta entender cómo la oposición,
como un todo, no centra en este momento su clamor por la renuncia de
Maduro. No basta una que otra voz pidiendo su dimisión: habría que
hacerlo todos, con contundencia. Flaco servicio hacen algunos, sin darse
cuenta, al hacerle el juego a la permanencia de Maduro, cayendo en su
estrategia de hacernos sentir que él está consolidado en el poder, con
el propósito de generar desaliento y resignación. Unos, por afirmar que
tenían razón, nos enrostran que ahora tenemos a Maduro hasta el 2025;
otros, por pesimismo, empiezan a hablar de aceptación y de hacer planes a
largo plazo para salir de esta calamidad; por último, los que utilizan
las falsas cifras del CNE para hacer sus análisis y conclusiones sobre
lo ocurrido el 20 de mayo, quiebran la única línea que debería tener la
oposición democrática en este momento: una voz potente y consolidada a
todo lo largo del país que exija la salida de Maduro. El pueblo ya no lo
quiere y está demostrado a lo largo de la historia, en muchos países,
que la fuerza de una corriente de opinión pública puede llegar a ser muy
poderosa y producir cambios sorprendentes y repentinos.
La farsa del 20 de mayo –signada por
la abstención y el fraude- no tiene validez para que se proclame que
tenemos un Presidente para el período de seis años, que, de acuerdo a la
Constitución del 99, comienza en enero de 2019. Es tarea pendiente
elegir uno. Pero hasta allá quedan por delante más de siete meses de
esta horrenda crisis y Nicolás Maduro no está en capacidad de
enfrentarla, no puede con ella. Lo patriótico sería que cediera el paso a
una salida de transición negociada, con la presencia de las mejores
capacidades del país, para encarar esta situación, “si no queremos que el enfermo se muera; es decir, que nos quedemos sin país”, como dice el Padre Luis Ugalde en su más reciente artículo.
La renuncia es una salida prevista en la Constitución. No somos ingenuos: sabemos que ésta no se produce porque se quiera, sino porque el presidente se ve forzado a hacerlo.
El único caso probablemente en que se concretó por voluntad propia fue
el de Raúl Alfonsín, en Argentina. De resto, todos, desde Pinochet hasta
Color de Mello pasando por Fujimori y De la Rúa, renunciaron porque sus
pueblos los forzaron a dejar el poder.
Corresponde a la Asamblea Nacional y
sus dirigentes la responsabilidad histórica de esta hora. La
Constitución le confiere un papel protagónico como legítima
representante del pueblo. Con el respaldo de la sociedad civil y de los
integrantes de la institución armada, cuya mayor responsabilidad, al
mismo tenor de defender la soberanía del país, es la de sostener -y de
ser transgredido restablecer- el orden constitucional, los venezolanos
tenemos la vía para resolver con seriedad y patriotismo el momento
trágico que vivimos hoy.
La situación no espera, el deterioro
es alarmante. Es en momentos como éste cuando el pueblo venezolano clama
por la unidad de su dirigencia, de toda su dirigencia, ya sea política o
social, empresarial o sindical, estudiantil o intelectual. En todos
urge un solo propósito y un solo mensaje: para comenzar a encontrar
salida a esta crisis, hay que forzar a Maduro a renunciar.
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