domingo, 24 de junio de 2018

LAS FACCIONES DE LA DICTADURA

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                      ELIAS PINO ITURRIETA 

EL NACIONAL

A raíz de la vacante de la presidencia en la llamada asamblea nacional constituyente, proliferaron los rumores sobre las divisiones que se observaban en la cúpula dictatorial. Se habló de una pugna de banderías que demostraba la fragilidad del régimen, hasta el punto de ponerlo a temblar. Pero ¿existe una división de importancia en las alturas del poder, que nos deba conducir a la alegría? Sin apostar una fortuna por la existencia de un bloque compacto alrededor del dictador, tal vez lo más certero consista en afirmar que apenas experimentan pugnas transitorias que no amenazan su estabilidad, o que no permiten el anuncio de cambios en la administración de los negocios públicos.

La mudanza de la jefe prostituyente a los despachos de Miraflores fue una decisión sin traumas. Significó, en principio, un movimiento superficial cuya realización se debió pensar con calma después de consultar con los interesados. No hubo despidos ásperos sino consensos meditados, porque nada apremiaba al dictador para mover la mata con urgencia. Más bien hubo traslados amigables, no en balde el vicepresidente propietario y algunos titulares de los ministerios solo cambiaron de silla mientras a otros se les garantizó la permanencia en las cercanías de palacio. Nadie fue echado a la mala. Debieron predominar los tratos entre gente conocida hasta la saciedad, las observaciones sobre las cualidades y los defectos del familiar rebaño, para que las aguas no se salieran de cauce.
Si lo que sucedió fue así, no estamos ante prólogos de división que puedan entusiasmar a una oposición que prefiere ver en lugar de actuar, que espera que la dictadura se vuelva ella sola un castillo de naipes sin hacer mayor cosa desde la otra orilla. Tampoco la opinión pública debe esperar sorpresas de debilidad, o derrumbes en el edificio del oficialismo, porque nada parece anunciarlas desde la superficie de los hechos. Presenciamos movimientos contenidos, es decir, nada parecido a un alud capaz de provocar temblores de magnitud en la montaña. Pero una mutación trabajada con semejante cuidado nos pone ante un hecho trágico, sin relación con la precariedad de la dictadura, pero capaz de enterrar las expectativas sobre una rectificación del rumbo de los negocios públicos. Los movimientos no obedecieron a las ideas que los concernidos pudieran tener sobre la marcha del país, o sobre la necesidad de modificar la concepción que ha predominado en el manejo de la economía, o sobre lo que cada uno de ellos entienda por libertad y por derechos humanos, por ejemplo. Tales asuntos, pese a que son primordiales, no pasaron por la cabeza del chofer de la mudanza.
No se cambió a un moderado por un extremista, ni a un profesional poco preparado por otro de mejores calificaciones, ni a un burócrata encerrado en sus concepciones sobre la distribución de la riqueza por otro de formación contraria, ni a alguien opuesto a los derechos ciudadanos por otro dispuesto a considerarlos, ni a un individuo negado al diálogo por otro con ganas de conversar. Simplemente hubo un acomodo de hombres, una mutación insignificante de piezas en el gastado tablero, sin mirar hacia la alternativa de modificar el rumbo de la vida venezolana. Son lo más parecido a los bueyes viejos que llamaba el general Gómez a Maracay cuando estimaba conveniente. Y todos sabemos de él que fue un campesino enemistado con las sorpresas, quien administró la renta petrolera pensando que estaba lidiando con los peones de La Mulera. Venezuela tuvo que esperar a que se muriera de viejo para entrar en la historia contemporánea.
Los cambios en el gabinete solo indican que continuará el declive de la sociedad, porque ninguno de los burócratas que ahora acompañan a Maduro tiene el propósito de evitarlo. Quizá el asunto de las entradas y las salidas guarde relación con los intereses de grupos necesitados de mayor privanza, o dispuestos a mantener la que tienen, pero sin tener en cuenta el destino de los gobernados. Solo importa el poder que se pueda multiplicar o resguardar, sin que la sangre de los altos empleados corra bajo los puentes. Como todavía las aguas no se tiñen de rojo, y como presenciamos la escena como si no nos importara de veras, la modificación de las nóminas seguirá formando parte de la rutina.

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