Teodoro Petkoff
Tal Cual
La palabra hablada, o más exactamente, el discurso político puede adquirir, dependiendo del modo como se le use, la misma letal eficacia de un arma de fuego. Quizás el ejemplo por excelencia lo constituye el discurso político de Adolfo Hitler, tan cargado de odio y de racismo, que sin esa oratoria salvaje los horrores del Holocausto judío serían inexplicables. Es un caso extremo pero no es el único. La palabra hablada, sobre todo en política, nunca es neutra. Puede estimular las más elevadas pasiones y acciones de los humanos como también las más bajas y abominables.
De allí que el líder político, sobre todo cuando ejerce el más elevado magisterio de una nación, tiene que estar muy conciente y pendiente del alcance que pueden tener sus palabras, pero también de los límites que ella no debería traspasar nunca, so pena de provocar, a veces, daños tremendos.
Viene esta bagatela reflexiva a propósito de la evidente conexión que hasta el más cegado por el fanatismo no puede dejar de establecer entre las reiteradas palabras de Chávez sobre “galpones y terrenos que estén por ahí ociosos” y la ola de invasiones en curso, que no se detiene sólo ante terrenos y galpones sino que alcanza toda clase de edificaciones.
El jueves pasado Chávez volvió sobre el tema y en la madrugada del sábado fueron tomadas diecinueve propiedades de todo tipo en Chacao, incluyendo obras en construcción de carácter público. Afortunadamente, todo se pudo resolver pacíficamente, sin presos ni contusos, y el propio Presidente, así como el ministro del Interior se sintieron obligados a condenar el hecho.
El punto es que ante el evidente fracaso de la política habitacional del régimen, bajo el cual no ha hecho sino aumentar el déficit de viviendas, el Presidente viene recurriendo al peligroso expediente de estimular invasiones, en las cuales se hace muy borrosa y frágil la frontera entre “galpones y terrenos ociosos” y edificios de apartamentos todavía sin terminar o aún no ocupados por quienes los adquirieron. Si la construcción de viviendas es escasa, no sólo son pocos los beneficiarios sino, lo que es peor, se mata la esperanza de los muchísimos que aspiran a un techo y lo ven cada vez más distante, dada la visible incapacidad y morosidad del gobierno en el desarrollo de planes habitacionales y en la atención rehabilitadora de las barriadas populares. En estas condiciones, es fácil para el Presidente tratar de disimular su inoperancia y fracaso mediante el cómodo recurso de espolear a los “sin techo” a “cogerse lo que vean por ahí desocupado”, abriendo una caja de Pandora, que él mismo se ve, de pronto, obligado a tratar de cerrar. El drama de la precariedad habitacional de las grandes mayorías populares requiere de políticas prácticas, operativas, viables y esperanzadoras y no de una demagogia balurda que se vuelve contra sus propios promotores y que no resuelve nada sino crea nuevas y peores “soluciones habitacionales”.
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