domingo, 1 de febrero de 2015

COMPRA Y VENTA DE  PERIÓDICOS


Elias Pino Iturrieta

El asunto de la libertad de expresión merece un tratamiento cuidadoso, a través del cual se contemplen los matices que lo distinguen. No es tema que se deba tratar en sentido panorámico, debido a las maneras que han caracterizado su ataque en Venezuela desde el advenimiento del chavismo. ¿Por qué la preocupación? En atención a la trascendencia del problema, desde luego, vital para la preservación de la democracia que todavía nos queda; pero también debido a cómo ha sido examinado por los periodistas, es decir, por las personas involucradas directamente con un oficio que experimenta limitaciones capaces de estorbar su trabajo en términos particulares.
Hace ocho días, en una primera reunión con los expresidentes Pastrana y Piñera, los periodistas insistieron en denuncias sobre el caso Globovisión, mientras los enigmáticos tratos sobre la compra y venta de periódicos ocuparon segundo plano. No caben reproches sobre la conducta de quienes se han sentido lesionados por las modificaciones ocurridas en un canal de televisión como consecuencia del cambio de patrón, pero conviene distinguir entre los manejos que produjeron el cambio y los trajines relacionados con lo que se ha visto en el escandaloso caso de los impresos que estrenan propietarios flamantes.
¿Cuál es la diferencia? El canal fue adquirido por un señor con nombre y apellido que, con el derecho que legítimamente asiste a quien tiene la sartén por el mango porque guardaba dinero para hacerla suya, modifica la orientación de su nuevo predio, la anuncia y la convierte en realidad. Estamos ante un caso como el de don Guido, ese caballero andaluz de Antonio Machado que quiere sentar cabeza de una manera española y olvida las francachelas y las manzanillas para dedicarse a los altares y a las cofradías hasta cuando doblan las campanas por su beatífica muerte. Tal vez este don Guido de nuestras cercanías (a quien no conozco personalmente ni está en la libreta de mis citas próximas) buscó una metamorfosis drástica de sus vivencias y le dio por informar a su modo desde la pantalla chica. No deja de ser una maroma curiosa, una cabriola de las más llamativas, pero capaz de resistir objeciones debido a que se llevó a cabo sin ocultamiento para que los habitantes de la casa y los espectadores asumieran las consecuencias. Como sucedió, en efecto: muchos renunciaron a su trabajo, mientras centenares de destinatarios cambiaban de canal. Fue el precio que debió pagar nuestro tropical y adinerado don Guido para hacer realidad un anhelo secreto, o un capricho personal, o un trato que fue de su conveniencia.
La diferencia con el caso de la adquisición de impresos es ostensible, y grave de veras, por el simple hecho de que no sabemos a ciencia cierta quién los compró. Sabemos quién los vendió, operación que no es digna de la vuelta al ruedo en medio de ovaciones, pero obedece a una voluntad personal en torno a la cual apenas es permisible una irritación por el hecho de que permite el ocultamiento de la identidad de los compradores. Después de la operación los impresos cambiaron drásticamente el rumbo para producir informaciones, o para ocultarlas, sin que sepamos a quién criticar por una nueva y deplorable navegación que no solo se ha ocupado de cambiar la imagen de las publicaciones, sino también la esencia de sus contenidos. ¿Quién es el responsable de la metamorfosis? ¿Quién quita y pone ahora informaciones y opiniones en términos sectarios y autoritarios? ¿Quiénes nos ponen a leer solamente lo que ellos quieren? ¿Quiénes censuran y expulsan periodistas o columnistas, sin tomarse la molestia de una explicación decente? ¿Quiénes manejan ahora un proyecto que es lo más parecido a una patente extendida a corsarios anónimos y tendenciosos? Misterio bolivariano.
La poca atención que se prestó a estas criticables operaciones de compra-venta de periódicos en la primera reunión llevada a cabo entre dolientes y expresidentes aconseja un tratamiento realmente equilibrado del asunto de la libertad de expresión, en el cual se eviten las generalizaciones para poner el ojo en lo que más importa sin detenerse demasiado en consideraciones o agravios personales. Yo contemplo todos esos negocios con el pañuelo en la nariz, pero, si tengo que escoger a la fuerza, me quedo con don Guido.

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