Elias Pino Iturrieta
El asunto de la libertad de expresión merece un tratamiento
cuidadoso, a través del cual se contemplen los matices que lo
distinguen. No es tema que se deba tratar en sentido panorámico, debido a
las maneras que han caracterizado su ataque en Venezuela desde el
advenimiento del chavismo. ¿Por qué la preocupación? En atención a la
trascendencia del problema, desde luego, vital para la preservación de
la democracia que todavía nos queda; pero también debido a cómo ha sido
examinado por los periodistas, es decir, por las personas involucradas
directamente con un oficio que experimenta limitaciones capaces de
estorbar su trabajo en términos particulares.
Hace ocho días, en
una primera reunión con los expresidentes Pastrana y Piñera, los
periodistas insistieron en denuncias sobre el caso Globovisión, mientras
los enigmáticos tratos sobre la compra y venta de periódicos ocuparon
segundo plano. No caben reproches sobre la conducta de quienes se han
sentido lesionados por las modificaciones ocurridas en un canal de
televisión como consecuencia del cambio de patrón, pero conviene
distinguir entre los manejos que produjeron el cambio y los trajines
relacionados con lo que se ha visto en el escandaloso caso de los
impresos que estrenan propietarios flamantes.
¿Cuál es la
diferencia? El canal fue adquirido por un señor con nombre y apellido
que, con el derecho que legítimamente asiste a quien tiene la sartén por
el mango porque guardaba dinero para hacerla suya, modifica la
orientación de su nuevo predio, la anuncia y la convierte en realidad.
Estamos ante un caso como el de don Guido, ese caballero andaluz de
Antonio Machado que quiere sentar cabeza de una manera española y olvida
las francachelas y las manzanillas para dedicarse a los altares y a las
cofradías hasta cuando doblan las campanas por su beatífica muerte. Tal
vez este don Guido de nuestras cercanías (a quien no conozco
personalmente ni está en la libreta de mis citas próximas) buscó una
metamorfosis drástica de sus vivencias y le dio por informar a su modo
desde la pantalla chica. No deja de ser una maroma curiosa, una cabriola
de las más llamativas, pero capaz de resistir objeciones debido a que
se llevó a cabo sin ocultamiento para que los habitantes de la casa y
los espectadores asumieran las consecuencias. Como sucedió, en efecto:
muchos renunciaron a su trabajo, mientras centenares de destinatarios
cambiaban de canal. Fue el precio que debió pagar nuestro tropical y
adinerado don Guido para hacer realidad un anhelo secreto, o un capricho
personal, o un trato que fue de su conveniencia.
La diferencia
con el caso de la adquisición de impresos es ostensible, y grave de
veras, por el simple hecho de que no sabemos a ciencia cierta quién los
compró. Sabemos quién los vendió, operación que no es digna de la vuelta
al ruedo en medio de ovaciones, pero obedece a una voluntad personal en
torno a la cual apenas es permisible una irritación por el hecho de que
permite el ocultamiento de la identidad de los compradores. Después de
la operación los impresos cambiaron drásticamente el rumbo para producir
informaciones, o para ocultarlas, sin que sepamos a quién criticar por
una nueva y deplorable navegación que no solo se ha ocupado de cambiar
la imagen de las publicaciones, sino también la esencia de sus
contenidos. ¿Quién es el responsable de la metamorfosis? ¿Quién quita y
pone ahora informaciones y opiniones en términos sectarios y
autoritarios? ¿Quiénes nos ponen a leer solamente lo que ellos quieren?
¿Quiénes censuran y expulsan periodistas o columnistas, sin tomarse la
molestia de una explicación decente? ¿Quiénes manejan ahora un proyecto
que es lo más parecido a una patente extendida a corsarios anónimos y
tendenciosos? Misterio bolivariano.
La poca atención que se prestó
a estas criticables operaciones de compra-venta de periódicos en la
primera reunión llevada a cabo entre dolientes y expresidentes aconseja
un tratamiento realmente equilibrado del asunto de la libertad de
expresión, en el cual se eviten las generalizaciones para poner el ojo
en lo que más importa sin detenerse demasiado en consideraciones o
agravios personales. Yo contemplo todos esos negocios con el pañuelo en
la nariz, pero, si tengo que escoger a la fuerza, me quedo con don
Guido.
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