Humbreto García Larralde
Hay dos aspectos de la economía que operan como verdaderas “Leyes de Hierro”:
1. Mejoras sostenidas en el bienestar material de la población dependen de que crezca la productividad
2. El incremento de la productividad requiere de incentivos.
Durante años creímos que la primera de
las dos leyes no nos ataba para aumentar las remuneraciones, gracias a
las significativas rentas internacionales que deparaba la exportación de
crudo. Desde Carlos Andrés Pérez (I) el país se acostumbró a aumentos
administrativos de salario —por decreto— y a subsidios extendidos para
expandir su capacidad adquisitiva. La resultante pérdida de
competitividad no parecía ser problema porque la industria y la
agricultura domésticas estaban protegidas, y las importaciones que
requería la nación las pagaba el petróleo. El viernes negro de 1983 nos
despertó bruscamente de tal embrujo, pero la impronta del populismo
rentista llevó a responder con mayores controles y más regulaciones, es
decir, a despreciar también la segunda ley, con desincentivos a la
inversión productiva. Hubo que esperar hasta 1989 para emprender una
estrategia de apertura y liberalización económica orientada a fortalecer
la competitividad de los sectores no petroleros como base del
crecimiento.
La “década perdida” de los ’80 debería
habernos enseñado que nuestra prosperidad no puede confiarse en un
aumento continuado de la renta petrolera. Pero Dios parecía ser
venezolano y el ingreso petrolero se disparó a partir de 2003. Y como le
pasó a CAP, la tentación –para Chávez– de aprovechar estas rentas para
“pasar a la historia” resultó demasiado grande.
Dos versiones de petropopulismo
Éste gráfico compara los dos episodios
más notorios del populismo petrolero venezolano, el de los años 70 y el
de los últimos 10 años bajo gobierno chavo-madurista[1].
En ambos se aprecia que los incrementos del salario real y del consumo
privado por habitante superaron por mucho las mejoras en la
productividad, sobre todo en el segundo de los dos períodos, cuando
prácticamente no creció. Tales “milagros” de la economía venezolana
fueron posibles, como sabemos, gracias a la prodigiosa renta captada por
el país al saltar los precios del petróleo. En el primer período
(1969-78) el mercado protegido de la industrialización por sustitución de importaciones
(ISI) permitió subir significativamente los salarios y, en
consecuencia, el consumo privado por persona. Chávez prefirió las
transferencias directas de dinero a través de las misiones para mejorar
el consumo del venezolano, rompiendo todo vínculo con la actividad
productiva. Esto le proporcionaba más rédito político, pues las mejoras
en el nivel de vida de gruesos sectores de la población serían
acreditadas a las misiones del Chávez-redentor y no a mecanismos
remunerativos de naturaleza mercantil.
Esta providencia misionera se bautizó
como “socialismo del siglo XXI”. Olvídense del laborioso esfuerzo de
Marx por fundamentar su propuesta “científica” de socialismo en las
relaciones de explotación que ocultaba el proceso productivo. Para quien
manifestó ser “marxista” sin haber leído a El Capital, el
socialismo era reparto y punto. Aun así, hubo de satisfacer a los
guardianes de la fe y se procedió a destruir empresas privadas, sin ton
ni son, con expropiaciones, controles de precios, regulaciones y
sanciones draconianas. La corrupción y la incompetencia lograron
arruinar igualmente a las del sector público. Bajo este peculiar
socialismo, la bonanza petrolera reemplazaría a la actividad productiva
con importaciones, pagándoselas a capitalistas de otros países. En la
práctica, resultó en un régimen de expoliación de una nueva oligarquía
militar-civil, fundamentado en la destrucción del Estado de Derecho y el
manejo discrecional del poder.
El fracaso del socialismo petrolero. Pero
tanta dicha “socialista” no podía durar. El estancamiento de la
productividad pronto se convirtió en caída –del 12% desde 2008. Habiendo
demolido el aparato productivo interno, el país se volvió cada vez más
dependiente de las importaciones. A pesar de que los precios del barril
de crudo se mantenían en los $100 dólares, se acentuó el
desabastecimiento de muchos productos. Pero lejos de aprender de la
experiencia anterior, los “revolucionarios” bolivarianos no podían
permitir que la caída en la productividad afectase las “conquistas”
artificialmente infladas del socialismo petrolero, por lo que se
procedió a reforzar los controles de precio con la Ley Orgánica de Precios
y a una mayor regulación restrictiva, para “defender” la capacidad
adquisitiva del pueblo, matando con ello a la “gallinita de los huevos
de oro” de la iniciativa privada. Nadie arriesga capital y esfuerzos,
desde el más humilde buhonero hasta Bill Gates, si no vislumbra
posibilidades de ganar con ello. Y –¡oh paradoja populista!– los precios
y las prácticas especulativas se dispararon gracias al negoción de
revender productos subsidiados –escasos– a precios varias veces superior
a su costo. Cuando se revirtió el alza de precios petroleros a finales
del año pasado, los males anteriores no podían sino agravarse. Giordani
confesaría entonces que el triunfo de Chávez en las elecciones de 2012
requirió que se botase la casa por la ventana, dilapidando lo que no se
ahorró para cuando ocurriese el inevitable descenso del ciclo petrolero.
Venezuela se convirtió en el país de
menor crecimiento y de mayor inflación. Por ende, de mayor
empobrecimiento, de América Latina. 2014 cerró con una caída de
alrededor del 4% del PIB y el FMI pronostica para 2015 que sea del 7%.
Pero los dolorosos ajustes a que compelían las dos leyes antes
comentadas, significaban reconocer el fracaso y la inviabilidad de la
impostura socialista montada por Chávez. Y así, metidos en una calle
ciega al carecer del coraje requerido para rectificar, se aferran como
única opción a la idiotez de denunciar una “guerra económica” que
culpabiliza a quienes son la tabla de salvación para salir de este
atolladero, el empresariado. Es como denunciar una “guerra
gravitacional” desatada por fuerzas oscuras desde el interior de la
tierra que conspiran contra los ranchos construidos precariamente en los
cerros de Caracas. Sin rubor ni vergüenza alguna, empezaron a desfilar
ministros, jerarcas militares y hasta el vice-presidente Arreaza quién
–según creo haber leído– es egresado de Cambridge, repitiendo semejante
sandez.
La guerra de Maduro. Pero,
ojo, la contabilidad del maduro-chavismo no es el de la racionalidad
económica o política. Sus acusaciones y acciones no buscan convencer a
la gente con el fin de cosechar un liderazgo mayoritario. Persiguen
activar las pasiones más primitivas de sus seguidores contra aquellos
señalados como “enemigos del proceso”. Y para darle credibilidad a esta
charada, estos “enemigos” tienen que ser perseguidos en carne y hueso.
La lista es larga: sólo en lo que va del año se ha procedido contra
Corporación Cárnica, cauchos Distenca, Distribuidora de Alimentos CDF,
Distrilago, Zulimilk, Representaciones Herrera, Farmatodo y la cadena de mercados “Día a Día”.[2]
Se han apresando directivos de algunos de estas empresas “por atentar
contra el pueblo”; también se les ha confiscado inventarios para
distribuirlos directamente buscando reeditar, quizás, otro “Dakazo”
que los haga aparecer “como defensores del pueblo”. En Barinas, el
gobernador incauta arbitrariamente cargamentos de Alimentos Polar,
presumiblemente con ese fin.
Pero la cosa no termina ahí. No puede
permitirse que se desnude el terrible costo de semejante farsa. Por
ello, el Sebin detiene al Presidente de la Asociación de Clínicas y
Hospitales, Carlos Rosales, por haber denunciado la escasez de insumos
médicos. Se arresta a quienes “osan” tomar fotos de las absurdas colas
que ha producido la desastrosa política gubernamental y se acosan los
pocos medios independientes, amenazándolos judicialmente por reproducir
noticias acerca de la vinculación de jerarcas militares con el
narcotráfico, publicadas en medios internacionales. Al diario Tal Cual,
exponente consecuente de periodismo valiente y crítico, lo han llevado
al cierre con presiones de todo tipo. Recordemos, en este orden, la
compra de Globovisión y El Universal, que terminó
silenciando posturas críticas. Como si fuera poco, en anticipación del
recrudecimiento de la protesta popular, se aprueba la resolución 008610
del Ministerio de la Defensa para autorizar la acción militar para
contenerlas, con sustancias químicas y armas “potencialmente letales”,
en violación abierta y descarada a la Constitución. Tampoco se liberan
los presos políticos, detenidos arbitraria e injustamente. Todo en
nombre de la lucha contra acciones desestabilizadoras de la “revolución”
por parte de una “extrema derecha” teledirigida por Obama y Uribe (¡!).
Los peligros de la anomia de un Estado fallido. La
guerra que se desata es contra todos los que se interponen a las
ambiciones e intereses de la oligarquía militar-civil, desesperada por
aferrarse al poder. El mayor desabastecimiento, la pérdida de empleos,
las penurias causadas por la inflación, por no conseguir el medicamento
requerido o no poder operarse –penurias que se han traducido,
lamentablemente, en muertes– no altera esta determinación. El monto de
las fortunas amasadas a la sombra del usufructo discrecional de la
renta, ahora en peligro de perderse –ya el gobierno de EE.UU. empezó a
congelar las cuentas bancarias de muchos de ellos allá– es demasiado.
La historia enseña que el destino
inexorable de los movimientos fascistas es su inmolación en una
conflagración final que busca limpiar definitivamente a la sociedad. Ese
es el sino del fanatismo enfermizo y la pasión irracional desatados por
los mitos con que se alimentan. Al final de cuentas, se impone su
naturaleza represiva, violadora de los Derechos Humanos, amparada en la
pura fuerza militar y paramilitar. En este orden, Maduro desempolva,
durante la celebración del golpe de Estado frustrado del 4-F 92, la
figura de una guerra de EE.UU. contra la “revolución”. La califica de
“total”, buscando reeditar los desafíos épicos del David contra Goliat
que tanto fruto le dio a Fidel y que Chávez quiso aprovechar para sí
mismo.
Los disparates de una “guerra económica”
son un paso más en una retórica maniquea y moralista de odios, de
buenos –“nosotros”– contra los malos, apátridas, ahora burgueses
—“otros”—, que persigue perpetuar tal fanatismo, aunque sea en un número
cada vez más reducido de partidarios, anticipando cualquier
eventualidad que pudiera presentarse. Y ello puede significar violentar
lo que queda del orden establecido para pescar en un río revuelto de
saqueos, de caos y de violencia que podría resultar. Quien haya visto la
película “La Caída” sobre los últimos días de Hitler no puede dejar de
reconocer la similitud con la situación por la que atraviesa actualmente
el chavo-madurismo.
¿Estamos a salvo de la vocación suicida
de quienes detentan el poder, empeñados en una conflagración “del todo o
nada” para “limpiar” a la patria de opositores? El futuro promisorio
que siempre quisimos para Venezuela y para nuestros hijos pende de que
podamos anular la posibilidad, por más remota que parezca para algunos,
de que ello suceda.
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