Javier Cercas
La ley fue promulgada por Mike Godwin
en 1990, cuando los foros en línea eran una novedad, y suele formularse
así: “A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de
que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los
nazis tiende a uno. Y en ese momento la discusión se acaba”. La ley
suele ser aducida con notable entusiasmo, aunque algunos la confunden
con la reductio ad Hitlerum acuñada por Leo Strauss, según la
cual “un punto de vista no queda refutado por el hecho de que Hitler lo
compartía”; así es: que Hitler fuera vegetariano no descalifica para
siempre a los vegetarianos, y que a Hitler le gustase Wagner no
significa que Wagner sea a la fuerza un horror ni que, como le pasa a un
personaje de Woody Allen, cada vez que se oye su música entren ganas de
invadir Polonia.
La ley de Godwin es menos indiscutible. Porque no hay duda de que, a medida que se caldea una discusión (sea en línea o no), las personas normales sentimos un deseo cada vez más urgente de pegarle un garrotazo a nuestro interlocutor, sobre todo si sus argumentos son mejores que los nuestros, y compararle sin más con Hitler parece un sucedáneo educado de la violencia: decir que lo que dice nuestro interlocutor lo dijo o lo insinuó Hitler es una forma de dejarlo fuera de combate (o de intentarlo) sin necesidad de fracturarle el cráneo. Todo esto es verdad y es razonable, pero ¿significa que hay que extirpar a Hitler y al nazismo de todo debate (sea en línea o no), porque cualquier referencia a ellos constituye un intento de agresión? No tiene ni pies ni cabeza. Todo es comparable con todo –en el fondo, es casi imposible pensar sin comparar– y Hitler y el nazismo no son ninguna excepción; más aún: dado que se trata de hechos centrales en la historia moderna, de una perversidad política y moral inigualada, lo inteligente sería tenerlos siempre presentes como puntos de referencia, para aprender ex contrario de ellos y desactivar los mecanismos que los generaron. Inteligente y utilísimo, siempre que no hagamos trampas.
La ley de Godwin es menos indiscutible. Porque no hay duda de que, a medida que se caldea una discusión (sea en línea o no), las personas normales sentimos un deseo cada vez más urgente de pegarle un garrotazo a nuestro interlocutor, sobre todo si sus argumentos son mejores que los nuestros, y compararle sin más con Hitler parece un sucedáneo educado de la violencia: decir que lo que dice nuestro interlocutor lo dijo o lo insinuó Hitler es una forma de dejarlo fuera de combate (o de intentarlo) sin necesidad de fracturarle el cráneo. Todo esto es verdad y es razonable, pero ¿significa que hay que extirpar a Hitler y al nazismo de todo debate (sea en línea o no), porque cualquier referencia a ellos constituye un intento de agresión? No tiene ni pies ni cabeza. Todo es comparable con todo –en el fondo, es casi imposible pensar sin comparar– y Hitler y el nazismo no son ninguna excepción; más aún: dado que se trata de hechos centrales en la historia moderna, de una perversidad política y moral inigualada, lo inteligente sería tenerlos siempre presentes como puntos de referencia, para aprender ex contrario de ellos y desactivar los mecanismos que los generaron. Inteligente y utilísimo, siempre que no hagamos trampas.
Afirmar que un gobernante democrático (Mariano Rajoy, por ejemplo) no
es bueno sólo porque mejore la economía, dado que Hitler también la
mejoró, no equivale a identificar a Rajoy con Hitler y a nuestra
democracia con una dictadura; equivale a recordar que, por muy
importante que sea la economía, la política no es sólo economía. Otro
ejemplo. Desde que empezó la crisis escuchamos sin parar que lo que la
gente quiere en política son “proyectos ilusionantes”, horizontes de
expectativas que, apelando a su imaginación e incluso a sus
sentimientos, satisfagan su deseo justísimo de superar una situación
pésima y conquistar un futuro radiante; a juzgar por el éxito aparente
obtenido por los dos grandes proyectos ilusionantes surgidos durante la
crisis en nuestro país –el independentismo catalán y Podemos–, no hay
duda de que eso es cierto. En este contexto, recordar que Hitler y el
nazismo también crearon un proyecto que ilusionó a millones de alemanes y
les hizo soñar con cambiar una crisis espantosa por un futuro
paradisiaco no significa identificar a Hitler con Artur Mas y a Podemos
con el partido nazi, sino recordar, simple y prudentemente, que una cosa
son los proyectos y otra la realidad, que a veces los diagnósticos son
acertados pero las soluciones equivocadas, que más que proyectos
ilusionantes necesitamos realidades ilusionantes y que a veces buenas
personas cometen errores gravísimos con la mejor voluntad.
No hay duda de que, a medida que se caldea
una discusión, sentimos un deseo cada vez más urgente de pegarle un
garrotazo a nuestro interlocutor
Ya lo sé: hay quien piensa que las comparaciones con Hitler y el
nazismo banalizan al nazismo y a Hitler, y de paso a sus millones de
víctimas. Yo pienso exactamente lo contrario: banalizar el nazismo
consiste en considerarlo un hecho del todo excepcional, incomparable,
inhumano y ahistórico, y por tanto irrepetible, cuando la realidad es
que fue un fruto de los hombres y la historia, y que –bajo formas todo
lo distintas que se quiera– puede volver. La única manera de que el
nazismo o algo parecido al nazismo no ocurra de nuevo es tenerlo siempre
presente, recordarlo para evitarlo, evitarlo para evitar que sus
millones de víctimas hayan muerto en vano. Aunque sólo sea por esto, hay
que abolir la ley de Godwin. La discusión no termina al mencionar a
Hitler. La discusión empieza ahí.
elpaissemanal@elpais.es
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