No existe en la historia latinoamericana un dictador tan pobre como Nicolás Maduro. Alguien que tiene más del Saturno Santos del Otoño del patriarca que del Primer Magistrado de Carpentier o el Supremo de Roa Bastos. Algo en su habla taimada recuerda incluso al zambo Ambrosio de Conversación en la catedral, aquel pobre diablo que pasó del pueblo de Chincha a servir como chófer de un jerarca de Manuel Odría. No da el tipo de dictador Nicolás Maduro, acaso porque hasta para la maldad hace falta una mínima aptitud. Ahí está lo grave. Por eso la inmensa tragedia venezolana acaba siempre pareciendo una farsa. La comedia de un país que se desangra.
Esta semana, el presidente venezolano protagonizó una variante del episodio magnicidio del que echan mano todos los déspotas para disimular sus propias crisis de Estado y de paso apretar las tuercas a los ‘díscolos’ -el Supremo venezolano ya ordenó encarcelar al opositor Julio Borges-. Lo de Maduro fue, además de todo eso, un sainete. Un largometraje de bajo presupuesto que acabó con la imagen de los integrantes de las Fuerzas Armadas rompiendo filas y echando a correr como ratas,
tras escuchar una explosión durante el acto militar al que había
acudido Maduro en calidad de líder supremo. Nada más oír la detonación,
el gesto del presidente tornasoló de la soberbia al miedo simple, esa
mueca que exhiben los niños y los perros cuando descubren, por primera
vez, su reflejo ante el espejo.
Que Nicolás Maduro acabara culpando al expresidente colombiano Juan Manuel Santos de querer asesinarlo es lo menos sorprendente. Lo extraño es que esto no hubiese ocurrido antes. De ser cierta la teoría del atentado -tan extravagante como la conjura peliculera de Óscar Pérez-,
Maduro estaría recibiendo una cucharada del caos que ha sembrado,
aunque resulta más poderosa la hipótesis de que al intentar tapar el
millón porciento de inflación o la desnutrición de los venezolanos con un sketch de este tipo,
sus artífices no tomaran la más elemental precaución de avisar a sus
figurantes, para que al menos pudieran disimular en lugar de echar a correr llegado el momento ‘efectos especiales’ y los drones con explosivos.
Nicolás Maduro vive de las rentas de un fantasma,
mientras convierte a los ciudadanos que gobierna en espectros: hombres y
mujeres aquejados por el hambre, la inflación y la escasez. Nicolás Maduro, aquel a quien un moribundo le levantó la mano en público –Hugo Chávez lo
designó como sucesor en 2012-, por aquella falsa creencia de que sería
preferible que un imbécil heredara el trono a un listo y oscuro jerarca
que pudiera reescribir la historia y borrarlo del olimpo bolivariano.
Sí, Nicolás Maduro tiene más del zambo Ambrosio que
de Odría. Sólo es capaz de controlar el volante del vehículo que
conduce para un poderoso, porque el del país hace rato que demostró ser
incapaz de sujetarlo, aún teniendo el ‘beneficio’ de la fuerza.
Existe una corriente oscura que recorre la tragedia venezolana. La decadencia y el desgobierno de aquel país que fue rico, que nadaba en petróleo y abundancia, recuerda a la historia de los Compson narrada
por Benjy, aquel hijo menor de la empobrecida familia del Sur de la
novela de Faulkner, alguien cuyo evidente autismo convierte todo cuanto
ocurre en un relato inconexo, una muestra
de hasta qué punto los linajes -o las sociedades- experimentan la
degradación moral al no aceptar la realidad, bien sea porque algo los
incapacita para entenderla o porque al final, como en el verso de Macbeth que da título a la novela, “la vida es una sombra… Una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa”. Un desmoronamiento en el que los venezolanos no pueden permitirse, ni siquiera, un relato claro de su propio despeñadero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario