ENRIQUE KRAUZE
LETRAS LIBRES
No
está escrita la historia definitiva de la democracia en México. No lo
está, en la doble acepción del término: ni como texto ni como realidad.
Hoy, quizá más que nunca, es necesario volver al origen para recordar la
naturaleza plural de sus protagonistas y reafirmar su inseparable
vínculo con la libertad.
Más allá de sus antecedentes venerables en los siglos XIX y XX (la saga de los liberales en la Constitución de 1857, la Reforma y la República Restaurada, el apostolado de Francisco I. Madero y su desdichada presidencia, el movimiento vasconcelista, la fundación del PAN por Gómez Morin y su "brega de eternidades", los aportes de pensadores de izquierda como Narciso Bassols), la democracia moderna en México tiene dos etapas claras: la batalla y la construcción. La primera transcurrió a lo largo de tres décadas, de 1968 a 1997, año en que por primera vez tuvimos en México elecciones supervisadas por un Instituto Federal Electoral independiente. La segunda es una obra evidentemente inacabada.
La batalla fue larga, ardua, no pocas veces sangrienta. La protagonizaron mujeres y hombres de todas las filiaciones políticas y personas sin filiación, artistas, periodistas, intelectuales, académicos, estudiantes, sindicatos, exguerrilleros, empresarios, sacerdotes, grupos de la embrionaria sociedad civil. Todos convergieron poco a poco en un proyecto de transición democrática que todavía en los años ochenta parecía imposible y hasta inimaginable. Lo era, en efecto, para la élite del PRI que desde 1968, esgrimiendo siempre la razón de Estado, se había resistido de mil formas al cambio, hasta que el cambio se le impuso. La democracia no llegó, como imaginaba don Jesús Reyes Heroles, por una reforma interna del PRI que aclimatara paulatinamente las costumbres e instituciones democráticas abriendo rendijas a la oposición, sino, como previó Gabriel Zaid ("Escenarios sobre el fin del PRI", Vuelta, junio de 1985), por una exigencia de diversas fuerzas externas al PRI, que la volvieron inaplazable. La batalla democrática fue una hazaña de la pluralidad.
Hay que poner rostro a esa pluralidad. Recordar a quienes, en distintos grados y momentos, imaginaron, inspiraron, alentaron y produjeron el cambio democrático. Y sin ánimo de revancha, para honrar a la verdad, recordar también a quienes se alzaron de hombros y a quienes se opusieron de buena o mala fe. El tiempo pasa y los hechos se olvidan. Ningún joven menor de treinta años los presenció. En el mejor de los casos forman parte del repertorio vital de sus padres o abuelos, que poco o nada les dice. Es natural, toda generación piensa que la historia recomienza en ella.
También mi generación, la generación del 68, pensó lo mismo, y pagó con la sangre de Tlatelolco su convicción. Pero el tiempo ha probado que teníamos razón porque, en efecto, el 2 de octubre fue el comienzo del fin de una era autoritaria y el atisbo de una era democrática por la que luchamos desde entonces, que alcanzamos hace veinte años, y en cuya cabal construcción debemos seguir empeñados.
Es verdad que al hablar de democracia los estudiantes de entonces no entendíamos el significado preciso del término ni teníamos en mente el lema maderista del "sufragio efectivo" o la creación de un Instituto Federal Electoral (banderas que desde 1939 enarboló en solitario el PAN). Pero queríamos libertad: de manifestación, de expresión, de crítica. Esa semilla de libertad fructificó más tarde en su complemento natural: el anhelo democrático. La batalla democrática fue una hazaña de la libertad.
En el primer tomo de la colección "Ensayista liberal", titulado Por una democracia sin adjetivos (Debate, 2016), recogí mis artículos y ensayos publicados entre 1982 y 1996. En mi libro La presidencia imperial (Tusquets Editores, 1997) y los documentales Los sexenios traté de recrear la historia de esas décadas turbulentas. Pero es preciso contar todo de nuevo, quizá con otras técnicas y enfoques. Ese recuento es un deber colectivo y urgente. Si las generaciones jóvenes desconocen la historia de la batalla que precedió a la difícil construcción democrática de este siglo, carecerán de la perspectiva para comprender el presente y les será más difícil cuidar, en lo posible, las líneas del futuro. Sin esa memoria, la democracia puede revertirse desde dentro, desvirtuar su naturaleza plural y olvidar su vínculo con la libertad.
Más allá de sus antecedentes venerables en los siglos XIX y XX (la saga de los liberales en la Constitución de 1857, la Reforma y la República Restaurada, el apostolado de Francisco I. Madero y su desdichada presidencia, el movimiento vasconcelista, la fundación del PAN por Gómez Morin y su "brega de eternidades", los aportes de pensadores de izquierda como Narciso Bassols), la democracia moderna en México tiene dos etapas claras: la batalla y la construcción. La primera transcurrió a lo largo de tres décadas, de 1968 a 1997, año en que por primera vez tuvimos en México elecciones supervisadas por un Instituto Federal Electoral independiente. La segunda es una obra evidentemente inacabada.
La batalla fue larga, ardua, no pocas veces sangrienta. La protagonizaron mujeres y hombres de todas las filiaciones políticas y personas sin filiación, artistas, periodistas, intelectuales, académicos, estudiantes, sindicatos, exguerrilleros, empresarios, sacerdotes, grupos de la embrionaria sociedad civil. Todos convergieron poco a poco en un proyecto de transición democrática que todavía en los años ochenta parecía imposible y hasta inimaginable. Lo era, en efecto, para la élite del PRI que desde 1968, esgrimiendo siempre la razón de Estado, se había resistido de mil formas al cambio, hasta que el cambio se le impuso. La democracia no llegó, como imaginaba don Jesús Reyes Heroles, por una reforma interna del PRI que aclimatara paulatinamente las costumbres e instituciones democráticas abriendo rendijas a la oposición, sino, como previó Gabriel Zaid ("Escenarios sobre el fin del PRI", Vuelta, junio de 1985), por una exigencia de diversas fuerzas externas al PRI, que la volvieron inaplazable. La batalla democrática fue una hazaña de la pluralidad.
Hay que poner rostro a esa pluralidad. Recordar a quienes, en distintos grados y momentos, imaginaron, inspiraron, alentaron y produjeron el cambio democrático. Y sin ánimo de revancha, para honrar a la verdad, recordar también a quienes se alzaron de hombros y a quienes se opusieron de buena o mala fe. El tiempo pasa y los hechos se olvidan. Ningún joven menor de treinta años los presenció. En el mejor de los casos forman parte del repertorio vital de sus padres o abuelos, que poco o nada les dice. Es natural, toda generación piensa que la historia recomienza en ella.
También mi generación, la generación del 68, pensó lo mismo, y pagó con la sangre de Tlatelolco su convicción. Pero el tiempo ha probado que teníamos razón porque, en efecto, el 2 de octubre fue el comienzo del fin de una era autoritaria y el atisbo de una era democrática por la que luchamos desde entonces, que alcanzamos hace veinte años, y en cuya cabal construcción debemos seguir empeñados.
Es verdad que al hablar de democracia los estudiantes de entonces no entendíamos el significado preciso del término ni teníamos en mente el lema maderista del "sufragio efectivo" o la creación de un Instituto Federal Electoral (banderas que desde 1939 enarboló en solitario el PAN). Pero queríamos libertad: de manifestación, de expresión, de crítica. Esa semilla de libertad fructificó más tarde en su complemento natural: el anhelo democrático. La batalla democrática fue una hazaña de la libertad.
En el primer tomo de la colección "Ensayista liberal", titulado Por una democracia sin adjetivos (Debate, 2016), recogí mis artículos y ensayos publicados entre 1982 y 1996. En mi libro La presidencia imperial (Tusquets Editores, 1997) y los documentales Los sexenios traté de recrear la historia de esas décadas turbulentas. Pero es preciso contar todo de nuevo, quizá con otras técnicas y enfoques. Ese recuento es un deber colectivo y urgente. Si las generaciones jóvenes desconocen la historia de la batalla que precedió a la difícil construcción democrática de este siglo, carecerán de la perspectiva para comprender el presente y les será más difícil cuidar, en lo posible, las líneas del futuro. Sin esa memoria, la democracia puede revertirse desde dentro, desvirtuar su naturaleza plural y olvidar su vínculo con la libertad.
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