Nicolás Maduro contra los drones asesinos
Alberto Barrera Tyszka
The New York Times
CIUDAD
DE MÉXICO — Antes hablaba con pajaritos, ahora lo persiguen artefactos
voladores con material explosivo. Los días del presidente de Venezuela
han cambiado mucho. El chavismo ha consolidado una sociedad brutalmente
opaca donde, incluso, la palabra magnicidio necesita comillas. Lo ocurrido el 4 de agosto,
cuando uno de los drones supuestamente destinados a atacar a Nicolás
Maduro explotó en el aire, ha terminado envuelto por una marea de
confusión generalizada.
Desde
hace mucho, los venezolanos nos quedamos sin verdad, sin la posibilidad
de acceder y aceptar una verdad confiable, capaz de convertirse en un
bien común. Mucho ya se ha dicho y escrito sobre lo que ocurrió o no
ocurrió o quizás pudo ocurrir ese sábado de la semana pasada en Caracas.
Hay versiones para todos los gustos y ansiedades. Hay denuncias de
conspiraciones de todo tipo y en todos los bandos. Abundan los expertos
instantáneos. El periodismo serio y riguroso se ve obligado a convivir
con el periodismo que se dedica a frivolizar las tragedias. Las
versiones se multiplican, desdibujando cada vez más lo sucedido.
Lo
realmente importante ya no es el atentado, o el supuesto atentado, sino
lo que pasó después: la operación simbólica que intenta aprovechar una
incierta amenaza de muerte para fundar un nuevo mito.
Escribo
incierta porque, en rigor, aun si fuera real, más que una amenaza fue
ensayo, un amago bastante fallido, un error que estalló lejos y antes de
tiempo. De hecho, la amenaza es tan lejana que no existe, ni siquiera,
un plano visual que muestre en conjunto la explosión y la tarima donde
se encontraban Maduro y los otros altos representantes de su gobierno.
La imagen del dron incendiándose en el aire siempre aparece aislada,
flotando en cualquier cielo. Estas dos situaciones solo se ponen en
relación a través de una narrativa articulada desde el poder. El peligro
aparece en el discurso posterior, no en los hechos.
Ni
siquiera los rostros de los amenazados expresan el apremio, la
proximidad de un riesgo, de un impacto letal. El video no miente: hay
desconcierto, perplejidad, un desorden que, por momentos, tiene algo de
picaresca; hay incluso una sonrisita asomándose en el rostro de la
primera dama, mientras el ministro de Defensa, al ver el caos, tan solo
da un brinquito hacia atrás. La alarma está en otro lado. El peligro se
fabrica en la retórica oficial. Al narrar ese momento, Nicolás Maduro
pretende levantar una épica mayúscula, intenta darle al suceso una
dimensión colosal, titánica.
Ni Ronald Reagan, quien además había sido actor de Hollywood, trató de realizar un performance como
este después de sufrir un atentado en 1981. Al entonces presidente de
Estados Unidos le dispararon seis veces: hirieron a tres de sus hombres y
a él le dejaron una bala en un pulmón. Pero ni siquiera con eso Reagan
salió luego en la televisión a decir frases parecidas a las que ha
pronunciado Maduro.
“Le vi la cara a la muerte. Vi a la muerte al frente mío y le dije: ‘No me ha llegado la hora’. ‘Vete de aquí, muerte’”, dice que dijo
después de que, a 70 metros de distancia, vio que el dron se deshacía
como una bomba de humo. Maduro intenta construir su propia heroicidad.
Imita la secuencia del Chávez enfermo, en mitad de una misa, hablándole
directamente a Dios.
Se
presenta como un guerrero feroz sobre la tarima, atento y preocupado
por sus compañeros, enfrentando valientemente un salvaje ataque
terrorista. Distribuye sin pudor un exceso de adjetivos y repite
demasiadas veces que se salvó de milagro. Luego recalca que querían
matarnos a todos, que trataron de asesinar al país, que buscaban
aniquilar la democracia. Es un procedimiento que trata de combatir el
inmenso rechazo que tiene la población hacia la figura del mandatario.
Es un intento por presentar a Maduro no como verdugo sino como víctima,
como símbolo plural de un país abatido por la crisis.
Estamos
ante una maniobra calculada y ejecutada con mucha precisión. Después
del sábado 4 de agosto, hubo otro atentado, un golpe simbólico
desarrollado con bastante eficacia. Nicolás Maduro apareció, en cadena
nacional, sentado solo junto a una mesa moderna y amplia. Tras él, se
alzaba un enorme retrato de Simón Bolívar. Pero la imagen de Hugo Chávez
no estaba por ningún lado. Fue expulsada de la clásica iconografía que
ha dominado todos estos años los espacios de poder en Venezuela. Por
primera vez, el Comandante no estaba simbólicamente presente. Lo habían
desaparecido. Lo bajaron del altar.
No
solo fue un efecto visual. También fue sacado de la historia. Desde el
comienzo de su alocución, Maduro dejó claro que él era el único centro
del relato. Estableció que jamás los venezolanos habíamos dirimido
nuestras diferencias políticas con intentos de magnicidios. Realizó un
breve recuento de los pocos ataques a presidentes en la reciente vida
del país y, sin embargo, curiosamente, se saltó a Hugo Chávez. Por
supuesto que habló del golpe de 2002, pero fue en términos generales,
sin demasiada precisión a propósito de magnicidios. Tampoco mencionó
cuando, en 2009, Chávez denunció que habían intentado asesinarlo.
Se
presentó en la tv, aseguró que tenía pruebas, que sabían quiénes eran
los culpables. Pero nada de esto apareció en el discurso de Maduro. La
figura del “Comandante Eterno” también sufrió un atentado esta semana.
Nicolás
Maduro está tratando de construir su propio mito. No solo aprovecha el
suceso para satanizar a toda la oposición, para establecer en Colombia
al enemigo externo, para tratar de presentarse ante el mundo como el
defensor de la democracia, de la diversidad política y de la paz, sino
que además también pretende consagrarse, comenzar a desarrollar un culto
a su alrededor. “Mi vida les pertenece a cada uno de ustedes,
compatriotas”, dice. “Todo lo que me quede de esta vida nueva, la daré
por este país”.
Ahora
Maduro también quiere ser mesías. Quiere disfrazar con himnos las
estadísticas. El país vive en un devastador proceso de hiperinflación y,
pese a la trágica escasez de alimentos y medicinas, su gobierno se ha negado a aceptar ayuda internacional. Diariamente, alrededor de cinco mil personas
tratan de huir de Venezuela mientras, de todas las formas posibles, el
chavismo sigue persiguiendo a cualquier adversario político. Ha ocupado
las instituciones y ha adulterado los procesos democráticos. Ha
militarizado la vida pública, reprimido y criminalizado las protestas
populares. Ha detenido y torturado a ciudadanos inocentes. Nicolás
Maduro y su gobierno son responsables de varias masacres ejecutadas por
fuerzas de seguridad, así como de los más de 500 homicidios cometidos en las llamadas Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP).
La
película de Nicolás Maduro en contra de los drones asesinos tiene
también su contraparte. La película de Juan Requesens, por ejemplo,
acusado de estar involucrado en el supuesto magnicidio, detenido y
secuestrado de forma ilegal por los cuerpos de inteligencia. Las imágenes donde se ve al joven diputado,
casi desnudo y en situación denigrante, retratan de manera cruda la
otra versión del país, el relato no oficial de un pueblo que vive en
situación de atentado permanente, dominado y sometido por la fuerza del
Estado.
Los
venezolanos, dentro y fuera del país, debemos seguir haciendo visible
esa otra historia, la que muestra a Nicolás Maduro, no como el héroe que
sobrevive a un ataque delirante, sino como el autócrata que, cada día,
hunde más a su país en la miseria, en la violencia y en el silencio.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y colaborador regular de The
New York Times en Español. Su novela más reciente es “Patria o muerte”.
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