MIBELIS ACEVEDO
La crisis del capitalismo “debe ser oportunidad para acelerar el
desmontaje del sistema capitalista y (…) acelerar la construcción del
socialismo bolivariano”, sostenía Chávez en 2008, cinco años antes
que el derrumbe de los precios del petróleo diese señas claras del
barranco que acá se gestaba desde 2003: “hay necesidades que son básicas para la vida… y el socialismo tiene que solucionar eso”. Tras explicar que “el látigo contrarrevolucionario y fascista” empujaba a la radicalización y activación de las comunas, remataba en medio de candelas que dejarían pálido al mismo Lenin: “El socialismo salvará a los pueblos del mundo de la miseria, de la pobreza, del hambre, de la desigualdad”.
Hoy,
testigos de todo cuanto se ha hecho para que la utopía suene a áspera
morisqueta, vemos cómo la realidad encaja lo opuesto: la revolución
metió a un país con ingentes recursos y posibilidades en una hondonada
sólo comparable a la de cualquier rincón del África subsahariana. Según
un estudio de Latinvex, aun cuando Venezuela figuraba en 1998
como el segundo país más rico de Latinoamérica en términos de poder
adquisitivo y PIB per cápita, se prevé que para 2022 pueda estar entre
los 4 países más pobres de la región, una proyección que coincide con la
del FMI. Por si fuera poco, el Índice de Miseria de Bloomberg indica que en 2018 Venezuela arribó a su cuarto año como “la economía más miserable del mundo”, con un puntaje que supera más de 3 veces el de 2017.
Al
margen de lo cuantitativo campea un naufragio que escarbamos en piel
propia. Escasez, muertes por desnutrición y falta de medicinas;
desesperación, penuria, la vuelta de pestes erradicadas hace 60 años,
hiperinflación, fallas en servicios básicos, regresión y colapso por
donde se mire. Nadie se salva. 20 años bastaron para dar rienda suelta
al destrudo de quienes nariceados por sus dogmas insisten en aplicar curas cuya histórica ineficacia ha sido desnudada ad nauseam.
Ante
las quejas que también surgen en el seno del chavismo, cabe
preguntarse: ¿llevará la democratización del abismo al examen de las
premisas que pusieron a un país próspero en la cuerda floja, que
trocaron todo impulso creador en sentencia dictada por un despiadado Thanatos?
¿No estará ardiendo el contraste que en su momento produjeron las
políticas de aliados “socialistas” más afines al chavismo, como Correa,
Morales o el propio Ortega, cuya gestión a favor de la apertura
económica en sus países eludió la retórica populista, “antiimperialista”
del ALBA?
Ya antes se han planteado
desencuentros entre los malmirados “reformistas”, tocados por el
pragmatismo, y quienes insisten en apegarse a la línea ideológica
matriz: ese modelo hendido por la pezuña del control cambiario (gracias
al cual, según denunció Giordani en 2012, se “perdieron” 25 mil millones
de dólares), la participación directa del Estado en la economía (no
olvidar los efectos abrasivos de las expropiaciones que se inician en
2001, o el desguace de Pdvsa en nombre de la sacrosanta “apropiación de
los medios de producción”); el ataque a la empresa privada, la
dislocación del sector productivo, los compulsivos controles y la
antojadiza fiscalización, la falta de autonomía del Banco Central, la
adjudicación irregular de créditos y el desenfreno en el gasto público (“inversión social”, urden algunos como coartada), la creación de fondos inauditables o la impresión de moneda sin respaldo. He allí la médula del “legado”,
un “socialismo real” pagado con renta petrolera y alentado por la
necesidad de perpetuación, de una dominación que copa todo espacio.
Pero
quizás consciente de que el enemigo interno ha sido temporalmente
anulado, que el poder político luce blindado tras la reelección, un
sector influyente del oficialismo se lanza a diseccionar lo evidente:
Venezuela es un barco que se hunde. Al margen de los sangrantes tajos de
los proscritos del PSUV (sobre la reconversión, Rafael Ramírez dice que
aislada valdrá igual que “maquillar a un muerto”), Rodrigo Cabezas admite que la única forma de salir del atolladero es a través de un plan de estabilización, Jaua opina que “el control de cambio fue pulverizado” y Héctor Rodríguez -entre otros- sugiere “levantar la ley para permitir el libre intercambio de moneda”.
¿Se atreverán a pisar más allá; a “matar al padre”,
a encarar reformas que nos saquen del silo de los menesterosos y que,
como en la China de Deng Xiaoping, sacudan la tara de la comuna y
abracen la lógica del mercado? Acogotados por la certeza de la
bancarrota, ¿optarán -como propone Ayn Rand- por reconocer la situación, revisar sus premisas, descubrir sus activos ocultos para comenzar a reedificar?
Muchos recelos caben en un gran talego de pifias, el del escepticismo
largamente cultivado. Pero lo cierto es que en momentos en que la lucha
por la vida marca todo pulso, tocará exigir, “aquí y ahora” (¿habrá chance de algo más?), algún fogonazo de sensatez que nos aleje del filo de la “igualitaria” guillotina revolucionaria.
@Mibelis
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