viernes, 17 de agosto de 2018


EL ESPEJISMO COMUNISTA

PEDRO GARCÍA C.

ABC 
 

Algunos lectores han mostrado su sorpresa por mi afirmación en un reciente artículo de que muchos intelectuales se alejaron del comunismo por los efectos devastadores de la invasión de Checoslovaquia en agosto de 1968. Expresaban su perplejidad por considerar que ser comunista era incompatible con pensar libremente. Creo que el paso del tiempo ha hecho perder la perspectiva de lo que suponía el comunismo en aquella época y, más concretamente, hasta la muerte de Franco. Sin ser militante, yo era simpatizante y colaborador con el PC por dos razones que tal vez merezca la pena explicar más de cuatro décadas después.

La primera es que el partido que lideraba Santiago Carrillo era la fuerza más importante de oposición al franquismo. Y eso era un sólido motivo para que contara con el apoyo de los que queríamos un cambio en nuestro país tras la muerte del general. A ello se añadía el lavado de imagen que suponía el eurocomunismo, impulsado por Enrico Berlinguer, que defendía un socialismo de rostro humano y el respeto a los derechos individuales.
Pero había otra poderosa razón personal. Yo había leído los Manuscritos Económico-Filosóficos de Marx, una obra de juventud, en la que el pensador alemán defendía un comunismo utópico que resultaba sumamente atrayente, lejos del doctrinarismo de sus últimos años. En ese trabajo Marx conserva todavía la huella de Hegel, que imprime un carácter humanista a sus ideas. Sea como fuere, muchos veíamos en el comunismo una fuerza para transformar el mundo y conquistar las libertades que nos negaba la dictadura franquista. Hoy puede parecer ingenuo, pero era así en una España donde algunos ministros aún vestían la camisa azul de la Falange y en la que no había un mínimo de pluralidad política.
Pero mi fe en Marx y el comunismo empezó a derrumbarse a finales de los años 70 cuando un verano viajé a Rumanía y Bulgaria, donde el choque de mis convicciones con la realidad fue brutal. Aquellos dos países eran gigantescos campos de concentración en los que la gente vivía de forma miserable, oprimida por un régimen policial. Los rumanos ni siquiera podían acceder a las ciudades balneario de Mar Negro en la época de Ceausescu.
Al volver a España, comencé a reflexionar y a leer sobre el estalinismo. Tomé conciencia de la represión en la Unión Soviética en los años 30, de los procesos de Moscú y de las tremendas contradicciones de la nomenclatura gerontocrática que encabezaba Brezhnev. Los testimonios de disidentes como Sájarov y Solzhenitsyn me alejaron todavía más del comunismo. Por esa época recuerdo que también importantes intelectuales franceses como Foucault se distanciaron del modelo soviético.
Contra lo previsto, el PC tuvo unos malos resultados en las primeras elecciones democráticas en 1977 a pesar de sus esfuerzos para adaptarse a la evolución de la sociedad española. En ese momento era muy evidente que el comunismo había entrado en una crisis irreversible. Yo, como muchas personas de la generación nacida en la década de los 50, había perdido la fe en una ideología que había degenerado en una burocracia opresiva en los países satélites de la URSS.
Fue en esos años cuando me di cuenta de que las democracias parlamentarias de Europa, a pesar de sus limitaciones, habían generado unas libertades y un bienestar social que brillaban por su ausencia en un comunismo del que me desligué para siempre. Pero sería una hipocresía negar que el sueño de la Revolución ilusionó y movilizó a una generación que guió sus pasos por aquel espejismo.

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