EL ESPEJISMO COMUNISTA
PEDRO GARCÍA C.
ABC
La primera es que el partido que lideraba Santiago Carrillo era
la fuerza más importante de oposición al franquismo. Y eso era un
sólido motivo para que contara con el apoyo de los que queríamos un
cambio en nuestro país tras la muerte del general. A ello se añadía el
lavado de imagen que suponía el eurocomunismo, impulsado por Enrico
Berlinguer, que defendía un socialismo de rostro humano y el respeto a
los derechos individuales.
Pero
había otra poderosa razón personal. Yo había leído los Manuscritos
Económico-Filosóficos de Marx, una obra de juventud, en la que el
pensador alemán defendía un comunismo utópico que resultaba sumamente
atrayente, lejos del doctrinarismo de sus últimos años. En ese trabajo Marx conserva
todavía la huella de Hegel, que imprime un carácter humanista a sus
ideas. Sea como fuere, muchos veíamos en el comunismo una fuerza para
transformar el mundo y conquistar las libertades que nos negaba la
dictadura franquista. Hoy puede parecer ingenuo, pero era así en una
España donde algunos ministros aún vestían la camisa azul de la Falange y
en la que no había un mínimo de pluralidad política.
Pero
mi fe en Marx y el comunismo empezó a derrumbarse a finales de los años
70 cuando un verano viajé a Rumanía y Bulgaria, donde el choque de mis
convicciones con la realidad fue brutal. Aquellos dos países eran
gigantescos campos de concentración en los que la gente vivía de forma
miserable, oprimida por un régimen policial. Los rumanos ni siquiera
podían acceder a las ciudades balneario de Mar Negro en la época de
Ceausescu.
Al
volver a España, comencé a reflexionar y a leer sobre el estalinismo.
Tomé conciencia de la represión en la Unión Soviética en los años 30, de
los procesos de Moscú y de las tremendas contradicciones de la
nomenclatura gerontocrática que encabezaba Brezhnev. Los testimonios de
disidentes como Sájarov y Solzhenitsyn me alejaron todavía más del
comunismo. Por esa época recuerdo que también importantes intelectuales
franceses como Foucault se distanciaron del modelo soviético.
Contra
lo previsto, el PC tuvo unos malos resultados en las primeras
elecciones democráticas en 1977 a pesar de sus esfuerzos para adaptarse a
la evolución de la sociedad española. En ese momento era muy evidente
que el comunismo había entrado en una crisis irreversible. Yo, como
muchas personas de la generación nacida en la década de los 50, había
perdido la fe en una ideología que había degenerado en una burocracia
opresiva en los países satélites de la URSS.
Fue
en esos años cuando me di cuenta de que las democracias parlamentarias
de Europa, a pesar de sus limitaciones, habían generado unas libertades y
un bienestar social que brillaban por su ausencia en un comunismo del
que me desligué para siempre. Pero sería una hipocresía negar que el
sueño de la Revolución ilusionó y movilizó a una generación que guió sus
pasos por aquel espejismo.
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