LEONARDO PADRÓN
No hay ojos para tanta mala noticia. No
hay espacio. El disco duro del venezolano ha colapsado. No hay rendija
para depositar otra calamidad, por más pequeña que sea. Buscamos
similitudes históricas para atenuar el espanto. Para sentir que tanto
estropicio tiene algún viso de normalidad en el discurso de la especie
humana. Se acabó la tierra de gracia. Bienvenidos al infierno.
Estamos agotados de hablar de nuestra
tragedia. Pero como toda tragedia, no hay escapatoria. Cambiar de tema
no cancela el horror. Apenas lo posterga. Lo arrima a un lado. Pero lo
vemos de soslayo. Lo sentimos. Como un monstruo sentado sobre el
corazón. Nos estamos acostumbrando a esta tristeza. Se ha convertido en
el clima nacional. Un ejército de zombis arroja paladas de pesimismo
sobre nosotros. Prohibido soñar.
La dictadura ha procurado anestesiar
nuestra voluntad. Ha logrado que desconfiemos de nosotros mismos. Ha
convertido en policías de nuestra protesta al otro venezolano, al que
tomó el camino fácil de hacerse miembro de un sistema que ni siquiera lo
respeta. Simplemente lo usa.
Allí está el redil de fieles. Reclutados
para la coacción a cambio de las migajas de su propia supervivencia. Se
les ve vestidos de colectivos, untados de rojo amenazante. Su único
patrimonio es una camisa, un carnet, un mejor puesto en el reparto de la
dádiva. Hablan en superlativo del comandante, dicen flores del legado,
son el bulto de los mítines, los que aplauden sin haber entendido, son
la barra del presidente, los cabilleros que golpean al diputado opositor
que el mismo pueblo eligió. Son los invisibles de la sociedad que
Chávez rescató para convertirlos en su tropa de ataque. No los hizo
mejores venezolanos. Les otorgó una credencial para que se sintieran
reconocidos a cambio de un poco de su violencia. Son los olvidados de
siempre que volverán a ser arrojados al desván de la historia al dejar
de ser útiles. A ellos también se les perdió el país.
Y entonces andamos con este cansancio.
Como si fuera guerra lo que nos pasa. Con esta mirada extraviada. Con
este desaliento de huérfanos. Con la astilla de la desesperanza plantada
en el pecho. Con los nudillos rotos de tanto tocarle la puerta a una
nueva oportunidad. Y nadie abre. Nadie contesta del otro lado de la
oscuridad.
Ya no hay ojos para tanta mala noticia.
Se van acumulando como trastos viejos en el ánimo. Son noticias que le
rompen los tímpanos al asombro. Pero no pasa nada. Somos los
protagonistas de una pesadilla. Nos eligieron. Y ayudamos a ser
elegidos. Día a día cargamos los escombros de nuestra antigua
prosperidad. Hacia ningún lugar. Porque no tenemos dónde colocarlos. El
futuro se ha convertido en una piedra negra. Y cerramos los ojos para no
ver.
Pero la piedra continúa. Está adentro de nosotros. Arriba. Abajo. Estamos tapiados.
Somos los huesos rotos del país.
El derrumbe.
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