Una visita guiada al pensamiento liberal
Javier Fernández-Lasquetty
Mario Vargas Llosa La llamada de la tribu
Alfaguara, Penguin Random House Grupo Editorial, 2018
Mario Vargas Llosa La llamada de la tribu
Alfaguara, Penguin Random House Grupo Editorial, 2018
Mario Vargas Llosa ha publicado un elogio razonado de la libertad bajo el paradójico título La llamada de la tribu. Como él mismo explica, ha tomado de Karl Popper la idea del espíritu tribal que está eternamente presente y que ofrece el falso orden igualitario del grupo identitario, con su jefe, su planificación y su coactividad. A cambio, eso sí, de que no haya individualidad, ni libertad, ni responsabilidad.
Vargas Llosa apunta directamente al comunismo y al nacionalismo —valga
la redundancia— como modernos imanes que atraen hacia esa antiquísima
“tribu” contra la que se erige el individuo soberano.
Este libro merece una expresión de gratitud hacia su autor, cubierto
ya de todos los laureles literarios que existen y que él merece,
empezando por los Premios Nobel y Cervantes. Este libro es el legado que
Mario Vargas Llosa deja en el terreno de las ideas políticas. Uno tiene
la impresión de que es una obligación autoimpuesta, como si no quisiera
cerrar su bibliografía sin entregar un libro que sirva de guía de las ideas liberales,
las que a él le parece que valen la pena. Para ello se sumerge en la
obra de siete autores de primera fila. Entra a fondo en sus principales
libros, ordena las ideas, selecciona citas, incluso traduce él mismo
determinados textos. Lo que ha hecho Mario Vargas Llosa ha debido
llevarle tanto trabajo que a los lectores nos lo ha puesto sencillísimo:
el libro se lee con facilidad, y con la prosa extraordinaria del
maestro se enuncian ideas muy complejas, que no pierden nada de su
contenido original.
No son novedades el interés de Vargas Llosa por la política, ni su visión liberal. Mauricio Rojas lo ha sintetizado en Pasión por la libertad. El liberalismo integral de Mario Vargas Llosa (Gota a Gota – FAES, 2011). Ahí están sus artículos, sus comparecencias públicas, e incluso bastantes de sus novelas (Conversación en la Catedral, La fiesta del chivo, entre otras). Muchos tenemos El pez en el agua
en la lista de nuestros libros favoritos, con ese relato de la campaña
electoral que hizo en 1990 que es una novela trepidante, al mismo tiempo
que un manual de política liberal.
Mario Vargas Llosa elogia continuamente la honradez intelectual de los autores a los que trata en La llamada de la tribu, por ejemplo al hablar de Jean-François Revel o de Raymond Aron.
La primera honradez intelectual que debe ser aplaudida es la del propio
autor. Él mismo explica en la introducción su peripecia intelectual,
que se inicia en el marxismo —cuyas obras lee, a diferencia de tantos neomarxistas— pero que se aparta de él a medida que ve en la revolución cubana o en su viaje a la URSS lo que significa el socialismo real. También habla repetidamente de su decepción con Jean-Paul Sartre,
de quien era devoto seguidor y de quien, sin negar su inteligencia,
deja en el libro citas suficientes para comprender recordar que el padre
del existencialismo defendió los campos de concentración soviéticos y negó cínicamente la evidente represión ideológica comunista.
Del rechazo a las dictaduras de cualquier signo al liberalismo pasa
—él mismo lo explica— de manera lenta, avanzando como el escalador,
agarrando puntos firmes para atreverse a llegar cada vez más lejos.
Señala a Popper, Hayek y Berlin como “los tres
pensadores modernos a los que debo más, políticamente hablando”. Pero
Vargas Llosa escribe dos nombres como definitivos en su llegada al
liberalismo, los de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
No oculta —¡ni tiene por qué hacerlo!— su admiración por los dos
grandes políticos liberales de finales del siglo XX, decisivos en la
demostración de que la libertad y la responsabilidad superan moral y
materialmente al socialismo.
La delimitación del liberalismo y sus autores que Vargas Llosa hace
no se adscribe ni limita a ninguna de sus escuelas. Nos presenta una big tent,
un espacio amplio de pensadores que tienen como rasgo común la creencia
de que el individuo está por encima del colectivo, que la
responsabilidad va unida a la libertad, y que la libertad está por
encima de todo. El autor peruano y español no enuncia su propia visión
del liberalismo. No se identifica con el anarcocapitalismo,
sino que cree que debe existir un Estado pequeño, pero fuerte y eficaz,
que asegure “la libertad, el orden público, el respeto a la ley, la
igualdad de oportunidades”. Es partidario de que el Estado asegure e
incluso provea un sistema educativo de alto nivel a todos, pero cree que
la competencia y la iniciativa privada
deben ser protagonistas también en el terreno educativo. Cuando habla
de igualdad de oportunidades deja claro que no la identifica con
igualdad en los ingresos y en la renta, consciente de que “esto último
sólo se puede obtener en una sociedad mediante (…) un sistema opresivo”.
Rechaza la identificación del liberalismo con lo que llama una
“receta económica de mercados libres”, pero cree que la libertad
económica es “una pieza maestra” de la doctrina liberal. Por eso
reprocha repetidamente a Ortega y Gasset —a quien sin
embargo incluye entre los siete pensadores a los que dedica el libro— el
que tuviera un pensamiento económico tan raquítico y tan desconfiado
hacia el capitalismo.
En el concepto de liberalismo de Vargas Llosa está muy presente la noción de humildad, que se traduce en el empeño en limitar el poder
en lugar de aprovecharlo, y se traduce también en la humildad
intelectual de no pretender tener verdades dogmáticas e inmutables.
Para el autor es esencial la idea de discusión, de debate; la
posibilidad abierta siempre de la refutación, que toma de Popper, o las
verdades contradictorias que lee en Isaiah Berlin. Es
ese espíritu crítico el que “resquebraja los muros de la sociedad
cerrada y expone al hombre a una experiencia desconocida: la responsabilidad individual”.
Por eso Vargas Llosa gira siempre en torno a la idea de pluralismo, al
que considera una necesidad práctica para la supervivencia de los
hombres, y que en nada debe ser confundido con el relativismo, porque
siguiendo a Popper “la verdad tiene un pie asentado en la realidad
objetiva”.
Vargas Llosa nos habla también de los enemigos del liberalismo. El principal de ellos, el constructivismo.
Es en el capítulo dedicado a Hayek en el que más rotundamente denuncia
“la fatídica pretensión de querer organizar, desde un centro cualquiera
de poder, la vida de la comunidad”. Con no menor severidad rechaza ese
otro enemigo del liberalismo, mucho más sinuoso, que es el mercantilismo. También con Hayek y con Adam Smith
coloca como opuestos al capitalismo los arreglos de ciertos empresarios
y ciertos políticos para proteger a los primeros de la competencia
mediante barreras, regulaciones o incentivos proteccionistas.
El libro de Mario Vargas Llosa destila alegría y optimismo. La libertad no conduce al caos, sino que genera ese orden espontáneo hayekiano,
basado en las decisiones libres y en la responsabilidad individual. Es
el individualismo lo que hace a Vargas ser optimista, a diferencia del pesimismo que le produce el hombre-masa de
Ortega, igualado en un ser colectivo en el que abdica de su
individualidad. La libertad es la diferencia, y es una libertad que,
para el autor, no existe si no es completa: no puede haber libertad si
falta la libertad política, o la económica, o la de creación y pensamiento. Por eso el libro es también un respaldo a la democracia liberal y un rechazo a cualquier forma de dictadura.
Para explicar su propio recorrido vital se apoya en siete autores, de
los cuales hace un fascinante retrato personal e intelectual. Presta
mucha atención a las circunstancias de sus vidas, y también a las
personas de su entorno. Adam Smith en sus tertulias, en su vida
universitaria, y en su amistad con David Hume. Ortega
en la Europa del auge totalitario, en la guerra civil y en la posguerra.
Hayek con Mises, pero sin ser igual a Mises. Popper en Nueva Zelanda,
en la London School of Economics… y apartándose del atizador que agita
Wittgenstein. Aron frente a todos, especialmente en esos días confusos
de mayo de 1968. Isaiah Berlin en Washington durante la Segunda Guerra
Mundial, o en Leningrado en su noche casta y transformadora con la
poetisa represaliada Anna Ajmátova. Revel, en fin, vital, jovial, sagaz y
demoledor en la denuncia de los liberticidas.
Hay en el libro una crítica recurrente a los intelectuales, lo que
dice mucho de la honradez de pensamiento de Mario Vargas Llosa. Rechaza
el elitismo de Ortega y, con Hayek y Popper, coincide en denunciar al
intelectual constructivista, o simplemente oscurecedor y tenebrista.
Adictos a ese opio de los intelectuales que valientemente denunció
Raymond Aron, el escritor peruano concluye —siguiendo a Revel— que “por
lo general los pueblos son mejores que la mayoría de sus intelectuales:
más sensatos, más pragmáticos, más libres”.
Nos quejamos muchas veces los liberales de que nos faltan claridad,
estilo y atractivo para presentar las ideas de la libertad. Al leer La llamada de la tribu tenemos
por fin entre las manos lo que deseábamos. Sin ser perfecto, sin dejar
de ser opinable —refutable, diría su admirado Popper—, lo que ha escrito
Vargas Llosa merece ser leído por muchas personas de muchas
generaciones. Es imposible encontrar mejor cicerone para hacer un
recorrido y disfrutar de un paseo exquisito por ese jardín frondoso,
variado y abierto que son las ideas de la Libertad.
Este artículo fue publicado originalmente en Cuadernos de FAES (España), edición de julio de 2018.
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