El contradictorio legado de Marx
ENRIQUE GIL CALVO
Cuando se produjo la caída de los regímenes comunistas, los
centinelas del mundo libre decretaron la muerte de Marx. Y en efecto,
las principales categorías del pensamiento marxista, como el análisis de
clase, comenzaron a caer en desuso. Hasta el punto de que un conocido
intelectual publicó un escrito titulado “El marxismo ha muerto pero ya
soy demasiado mayor para cambiar de oficio”. No obstante, igual que Mark
Twain, Marx también podría decir, aunque fuera póstumamente: “Las
noticias sobre mi muerte son exageradas”. En efecto, 200 años después de
su nacimiento, el marxismo es un muerto que está muy vivo, como
demuestra su cíclico renacimiento cada vez que se reproduce, confirmando
sus augurios, una crisis periódica del capitalismo internacional. Es lo
que ha pasado ahora, cuando una nueva generación de neomarxistas okupan
nuestras librerías y universidades, denunciando los deletéreos efectos
del austericidio decretado tras la gran recesión. ¿Revive, pues, Marx?
¿Cuál es el legado que nos deja hoy? Ambivalente y contradictorio, pues
combina partidas que han quedado obsoletas con otras todavía fecundas y
practicables. Y eso en sus diversas líneas de trabajo e investigación.
En su legado filosófico predomina la obsolescencia, pues su utopía
escatológica sobre la necesidad histórica, que predestina a la humanidad
para la futura sociedad sin clases ni Estado, es una profecía religiosa
que hoy resulta tan inverosímil como la civitas dei de San
Agustín, en la que se inspira trufada de mesianismo judío. Lo mismo cabe
decir de su peculiar metodología hegeliana, el materialismo dialéctico,
que los marxistas analíticos de los años setenta, como Elster, Cohen,
Roëmer o Van Parijs, intentaron revisar y depurar con la esperanza de
reconstruir un marxismo científico, lo que no pudieron lograr con éxito.
También su concepto de ideología está periclitado, al carecer de una
teoría de la cultura, que habrían de construir Gramsci y Bourdieu. Y lo
único aprovechable es su teoría de la alienación, que podría citarse
como arqueología de la crítica anticonsumista.
Su legado político es más antitético, pues exhibe contrastes más
parejos. Desde el punto de vista teórico presenta una ceguera total por
su incapacidad para entender el papel como sujeto histórico del Estado
moderno (las coronas y las élites burocráticas), que después
descubrieron y analizaron Weber y Hintze. Aunque peor resulta su legado
normativo, pues los regímenes políticos creados bajo su inspiración, los
totalitarismos comunistas, no solo han supuesto un absoluto fracaso
histórico (con la posible excepción de China, tras reconvertirse al
capitalismo) sino algo aún más grave, al caer en la violación
sistemática y genocida de los derechos humanos. No obstante, junto a
este lado oscuro, también subsiste un legado político fecundo, como es
su teoría de la lucha de clases y su apoyo práctico a los movimientos
emancipadores, que sigue siendo de perfecta aplicación tanto ahora como
siempre. De ahí procede la actual vigencia de la teoría de la
movilización de Tilly, Tarrow y seguidores.
Pasemos al legado económico. En la vertiente negativa destaca su
concepto de plusvalía fundado en la errada teoría del valor trabajo: un
callejón sin salida en la historia del análisis económico. Otro grueso
error de bulto, denunciado por críticos como Gray, fue su ingenua
creencia positivista en el determinismo del progreso tecnológico, lo que
le produjo una inexplicable ceguera para advertir la futura destrucción
ambiental que habría de generar. Aunque geógrafos como Lipietz y Harvey
se sigan inspirando en su teoría de la renta de la tierra, los
ecologistas sin embargo no pueden erigirlo en su santo patrón.
En cuanto a su legado económico positivo y fecundo, ahí está su
teoría de las crisis capitalistas y los ciclos económicos, de la que
partiría una senda investigadora continuada primero por Kondratiev y
Schumpeter, y después por Mandel y Arrighi. También continúa
prevaleciendo su análisis estructural de clase, que permite refutar el
modelo neoclásico idealizador del mercado. Y ello tanto en clave
histórica, lo que fue después continuado por Polanyi, como a nivel
micro, lo que hoy investigan neomarxistas como Wright y la nueva
sociología económica de Granovetter, Portes o Viviana Zelizer. Y valga
la referencia a esta para lamentar que Marx, tan dispuesto a denunciar
la explotación de clase, fuera ciego para la de género.
Pero sin duda, aparte de su propio ejemplo teórico-práctico, el
principal legado de Marx ha sido, al menos para mí, de carácter
científico-social, al proponer y aplicar su célebre paradigma infraestructural,
entendiendo por tal la determinación en última instancia del
comportamiento individual y colectivo por la posición ocupada en la
estructura social. Un paradigma por él fundado que hoy aplicamos todos
los investigadores sociales, cualquiera que sea nuestra disciplina:
sociológica, política, económica o histórica. Y un paradigma que puede
reducirse sintéticamente a tres simples notas. La primera es su
metodología relacional (es decir, no holística ni individual), que
aparece ya en sus Tesis sobre Feuerbach, interpretable
en el sentido de que todos los conceptos, como el de capital, deben
analizarse como una relación social (establecida entre dos a más actores
individuales o grupales). La segunda es el ya citado determinismo
económico en última instancia (es decir, a largo plazo), que hace
depender la superestructura institucional de la base material o
infraestructural. Y la tercera es la indeterminación, a corto y medio
plazo, de la coyuntura política, según su célebre fórmula: “El
desarrollo de las fuerzas productivas pronto entra en conflicto con las
relaciones de producción, abriéndose una época de crisis y (posible)
revolución social”.
Este axioma, que resume el paradigma de Marx, es el modelo
explicativo que ha sido asumido como propio por la escuela de sociología
histórica directamente heredera de Marx, empezando por el propio Weber y
siguiendo por los grandes autores que han sabido combinar las dos
tradiciones marxiana y weberiana: Elias, Moore, Braudel, Mann, etcétera.
Pero no solo eso, pues también en la otra vertiente liberal del
análisis histórico ha sido tomado en cuenta por el llamado nuevo
institucionalismo de North, cuyo más conocido representante actual es
Acemoglu. Resulta particularmente significativo el modelo teórico de
este último, que se inspira en el paradigma marxiano para construir una
especie de materialismo histórico de derechas (favorable a los
propietarios en vez de a los asalariados). Véase para ello su modelo de
conflicto entre instituciones políticas y económicas que abre coyunturas
críticas y círculos viciosos, que no es más que una versión del citado
axioma de Marx sobre la contradicción crítica entre fuerzas productivas y
relaciones de producción. Está visto que, igual que el conservador
Nixon hubo de confesar que “hoy todos somos keynesianos”, también ahora
hasta los liberales deberían reconocer que hoy todos somos marxianos sin
por ello parecer marcianos.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid
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