ELIAS PINO ITURRIETA
Con el objeto de señalar algunas razones poco trajinadas sobre la
conducta de los venezolanos frente a los gobiernos opresores, en otros
artículos he planteado algunas ideas que hoy se quieren complementar
con observaciones sobre los tiempos más recientes. Antes me detuve en el
fortalecimiento del gomecismo, para llamar la atención sobre las
flojas reacciones del pueblo frente a una serie de regímenes negadores
de la democracia y de la dignidad ciudadana. Se trataba de sugerir que
dejáramos la búsqueda del “bravo pueblo” porque solo se encuentra en las
estrofas del Himno Nacional, y ahora se continúa lloviendo sobre ese
terreno que no ha estado suficientemente mojado.
El solo hecho de que, después de la muerte de Gómez, comenzara un
período llamado posgomecismo, da cuenta de la debilidad de las
reacciones contra la herencia del nefasto difunto. El entierro del
tirano dio paso a contadas manifestaciones de repudio, debido a cuya
anemia pudo continuar una administración como la que había comenzado el
sujeto de La Mulera. Una administración maquillada de actualidad y
dispuesta a abrir postigos para la penetración del oxígeno negado por el
tirano (no faltaba más, una necesidad de los tiempos), pero apegada a
los vicios y a las limitaciones de la cuna. La aceptación de un legado
que solo se modificaría en atención a los intereses de los herederos de
un mandatario deleznable acompañados por contadas caras nuevas, da
cuenta de cómo los venezolanos de entonces se conformaron con ladrar sin
atreverse a morder. Inexperiencia, seguramente, la influencia del
miedo, el no saber hacer en una escena relativamente desconocida. De
allí el surgimiento de un golpe de Estado en 1945, capaz de llevar a
cabo lo que no había podido o querido hacer la sociedad porque no
encontraba el modo, pero protagonizado apenas por un elenco de civiles y
militares.
Los sucesos del octubrismo adeco pueden llevar a entusiasmos
exagerados. El demonio de la política se metió en el cuerpo de la
mayoría de los venezolanos de la época, que hicieron cosas inéditas y
realmente dignas de atención en la fragua de una sociedad desconocida y
más hospitalaria. Aquello fue un portento de atrevido civismo, de
desafío de la gente común a los usos de la convivencia anterior, pero el
gozo se fue al foso en tres años sin que se contemplara el cortejo de
los dolientes. ¿Qué hizo el pueblo ante el golpe militar contra el
presidente Gallegos, contra el símbolo de la república de las mayorías
inaugurada con merecidos bombos y llamada a construir un edificio que
esperaba con paciencia desde 1830? Nada que no fuera callar y encerrarse
en los domicilios familiares. Un partido de arraigo popular, “el
partido del pueblo”, se metió debajo de la cama.
Las fantasías sobre el derrocamiento de Pérez Jiménez también han
alimentado la idea del “bravo pueblo”, pero son solo fantasías. La
resistencia contra la dictadura militar fue obra de un admirable grupo
de combatientes, adecos la mayoría, con cuyas hazañas no se relacionó
la sociedad que callaba o aplaudía. Un puñado de valientes clamó en el
desierto de la indiferencia de la gente que no se quería meter en
problemas. El famoso 23 de Enero de 1958, que puso a Tarugo en un avión
junto con sus amigotes, fue obra de una cúpula militar con la compañía
de políticos sobre cuyo número dan cuenta cómoda los dedos de las
manos. El pueblo se echó a la calle cuando el mandado ya estaba hecho,
para apuntalar la leyenda de un celebrado “espíritu” que nos ha animado
en la posteridad sin salirse del ámbito de los motivos inconsistentes.
Todo esto ha venido a cuento para sugerir a los críticos de la
actualidad que no se alarmen ni impresionen por la pasividad del pueblo
ante los desmanes del chavismo. Tales preocupaciones y asombros carecen
de asidero, si se relacionan con las formas que hemos tenido de
reaccionar como sociedad, o más bien de evitar una reacción categórica
ante administraciones oprobiosas. Si ahora no hacemos nada contra un
régimen detestable, oscuro sin matices, o apenas nos conformamos con el
amago, repetimos una acendrada costumbre que no convida a la
edificación. Si apenas atacamos puntos precisos que nos molestan como
individuos, o como miembros de un grupo o como habitantes de un sector
determinado, calcamos actitudes conocidas de sobra. Así hemos sido,
salvo honrosas excepciones. No se puede pedir a la gente lo que no ha
dado a través de su historia. La misma gente puede sorprendernos con una
cabriola olímpica, especialmente ante los hechos monstruosos de
persecución política que se experimentan en nuestros días; por ejemplo,
frente a vejámenes como los que se ceban en el diputado Juan Requesens,
insólitos aún en los anales de las peores tiranías, pero eso está por
verse.
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