ELIAS PINO ITURRIETA
PRODAVINCI
Deberíamos ser republicanos en Venezuela, pero solo lo somos de fachada. Pensamos hoy en la democracia y en su falta, sin parar mientes en el hecho de que para su establecimiento debe cumplirse el paso previo de tener una república hecha y derecha. En nuestro caso poco hemos hecho para convertirla en permanencia, o en posibilidad cercana. ¿Por qué la república puede ser la clave para explicar una conducta colectiva capaz de impedirla? Porque la asumimos en términos formales desde 1811 hasta convertirla en un credo incuestionable, pero apenas en un credo. Nadie se ha atrevido, desde entonces, a su negación en sentido formal y público, pero la conducta de las mayorías se ha empeñado en evitarla. Es decir, nadie abjura de la república, pero nadie quiere participar en el desafío del republicanismo.
El asunto importa porque nos remite a una omisión o a un defecto compartidos, pero también porque la república es una creación temporal. Nos pone en cuenta de la alternativa de hacerla cuando convenga, esto es, de la necesidad de levantarla de nuevo debido a que la sociedad la condujo al cementerio en uno o en varios lapsos. El punto se comprende sin problemas al volver a unas afirmaciones que dirige Clemenceau al conde de Anuay, en agosto de 1898. Escribe, ante la crisis finisecular de Francia:
Habría un medio de asombrar al universo, haciendo algo totalmente nuevo: la República, por ejemplo.
Busca el salvavidas de una forma política creada en la antigüedad y teorizada desde los tiempos de Tito Livio, que ha desaparecido de la faz de un territorio que la hizo realidad esplendente en las postrimerías del siglo XVIII. En 1898 la república debe ser la novedad regeneradora de una colectividad que la estableció como forma de vida cuando acabó con el antiguo régimen, de acuerdo con la afirmación de un político que no vino al mundo a decir tonterías.
Sobre la actualidad del vital negocio, independientemente de las búsquedas y de las justificaciones históricas que han abundado a su alrededor, el test para detectar republicanos que debemos al filósofo argentino Andrés Rósler (Razones públicas, Buenos Aires, 2016) nos mete de cabeza en el reto vigente que entre nosotros no ha tenido desenlace.
En efecto, de te fábula narratur, (Horacio, Sátiras) si usted está en contra de la dominación, no tolera la corrupción, desconfía de la unanimidad y de la apatía cívicas, piensa que la ley está por encima incluso de los líderes más encumbrados, se preocupa por su patria mas no soporta el chauvinismo, y cree, por consiguiente, que el cesarismo es el enemigo natural de la república, entonces usted es republicano aunque usted no lo sepa.
Rósler no solo nos hace un interrogatorio que, en apariencia, se puede responder con comodidad. También propone una agenda tortuosa. Si se buscan contestaciones genéricas, esto es, lucimientos que se atengan a una lógica principista y aún a la alternativa de pensar que se contesta sin mentir ni ocultar nada de importancia sobre comportamientos y sentimientos relacionados con el bien común, cada quien puede quedar en paz al asegurar que es indudablemente republicano. Pero debe recordar que es un asunto de te fábula narratur, esto es, que habla de ti, que te concierne directamente, que quiere hurgar en tus vicisitudes. Se refiere a un individuo que, para superar los escollos aparentemente inexistentes del test, seguramente deba reconocer que carece de la posibilidad de ser aprobado para ufanarse después mostrando la credencial del club del republicanismo nacional. Entre otras cosas, porque ese club no existe.
Porque el republicanismo, de acuerdo con lo que el autor machaca más adelante, depende del entendimiento de la política como debate, lo cual implica trasparencia de razones, claridad conceptual y guerra contra el dogmatismo. Pero también de advertir que las razones del debate son siempre públicas, es decir, dirigidas a todos pese a que encuentran origen en una responsabilidad individual. De allí que el pugilato reclame la existencia de instituciones que le den adecuado cauce, mediante la apelación a una autoridad política cuyo deber es la imposición del imperio de la ley. Se va de menor a mayor, o más bien al contrario, en una pirámide cuya base es el ciudadano cabalmente establecido. ¿Existe gente entre nosotros, que forme el fundamento de la mole?
La existencia del soporte depende del ejercicio de la virtud, que no se debe entender ahora en sus connotaciones morales sino como cualidad relativa a un ejercicio público. Las siguientes afirmaciones de Tocqueville ofrecen claridad al punto:
En la Constitución de todos los pueblos, sin que importe cual fuera la naturaleza de la misma, se llega a un punto donde el legislador está obligado a depender del buen sentido y de la virtud de los ciudadanos.
Hay, agrega Tocqueville, un conjunto de prácticas morales de un pueblo que se trasmiten a través de las generaciones para garantizar la existencia de la libertad y de las fuerzas que la custodian. Pero se puede dar y se ha dado el caso de que tal tipo de pedagogía pública deje de existir, o se interrumpa, hasta el extremo de volverse imperiosa la obligación de sembrarla otra vez en parcela de apariencia yerma. ¿Quiénes son, siempre, los imprescindibles sembradores? Los ciudadanos, porque no cuentan ni deben contar en forma permanente con un sistema político: deben ser el sistema político.
La pedagogía de las virtudes que son la esencia del republicanismo no ha contado con aulas amplias y estables en Venezuela. Solo en el lapso que corre entre la culminación de las guerras de Independencia y el advenimiento de la dictadura de los Monagas, los impresos del liberalismo moderno, una campaña terca sobre los fundamentos de una nueva sociabilidad y una experiencia de cohabitación respetuosa de los principios ilustrados que antes no pasaron del papel, probó las posibilidades de un intento exitoso de vivir como ciudadanos de estreno en un lugar que apenas lo había intentado, pero hablamos apenas de una duración de veinte años. La interrupción de las guerras civiles y la reiteración de cesarismos sucesivos, destrozan las posibilidades del republicanismo propuesto desde una altura no pocas veces inaccesible por los padres conscriptos, y mantenido en la letra de discursos posteriores sin pasar de la tribuna a los espacios de los destinatarios de la retórica.
Viniendo de una escuela intermitente y accidentada que apenas recibe impulsos fugaces en el país petrolero y pospetrolero, mientras el arraigo del populismo y la reiteración de cesarismos disfrazados o impúdicos se hace frecuente, o mientras los impulsos de ciudadanía se esfuman en los círculos de la disciplina partidista, o suponen que existen y suenan de veras cuando son apenas el eco de las banderías, el republicanismo venezolano espera la hora de un asombro como el sugerido por Clemenceau para su país en 1898. También la ocasión de atender con seriedad el test de Andrés Rósler, empeñado en descubrir con desafiante sencillez la existencia de republicanos cabales.
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