A Karl Popper se le atribuye una de las citas más acertadas para exponer la operativa de los totalitarismos: “Aquellos que nos prometieron el paraíso no trajeron otra cosa que el infierno”.
Es cierto, anteayer en términos históricos, los europeos erigimos un
mundo en tinieblas sobre falsas promesas de una sociedad mejor. Hoy es
un día para reflexionar sobre ello y para recordar a los millones de víctimas que fueron injustamente asesinadas por los regímenes totalitarios.
Aunque sea al final de verano, no estemos atentos al calendario y todo pase desapercibido, hace 79 años Viacheslav Molotov y Joachim von Ribbentrop, respectivos ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética y de la Alemania nazi, firmaron el Tratado de No Agresión
por el que ambas potencias se repartían Polonia, marcando así el inicio
de la guerra más devastadora de la historia. Fue, en palabras del ex
primer ministro polaco, Jerzy Buzek, “la colusión de las dos peores formas de totalitarismo en la historia de la humanidad”.
La cifra total de víctimas civiles bajo el nazismo y el estalinismo roza los 20 millones de personas. Los
nazis asesinaron a 11 millones de civiles no combatientes, y los
soviéticos, en el período estalinista, a 9 millones, según las cifras
que arrojó en 2010 el historiador Timothy Snyder. A estos abismales números corresponden otros 40 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial.
Por ello, el 23 de septiembre de 2008,
mediante una aséptica Declaración, el Parlamento Europeo estableció el
23 de agosto -tradicionalmente señalado como el Día del Listón Negro
para denunciar los crímenes del comunismo- como el Día Europeo
Conmemorativo de las Víctimas del Estalinismo y del Nazismo; conocido
también como el Día Europeo de Recuerdo de las Víctimas del Totalitarismo.
En la actualidad tenemos muchos días
conmemorativos: el Día del Trabajo, el Día de la Mujer, el Día del
Orgullo Gay, o el Día por la Eliminación de la Discriminación Racial,
por ejemplo. Y está bien que así sea. Incluso, tenemos el Día de
Recuerdo de las Víctimas del Holocausto, en el que hacemos extensivo
nuestro homenaje y recordamos a todas las víctimas de la voracidad
totalitaria -no sólo a los seis millones de judíos- y alertamos sobre
los peligros de buscar culpables colectivos a los problemas cotidianos. A
pesar de ello, a esta efeméride que nos ocupa no le damos la
importancia que merece.
Este día sirve, en primer lugar, para que saquemos a las víctimas de la estadística, –Borges decía
que la democracia es un abuso de la estadística- e intentemos ponerles
nombre y apellidos. Por un mecanismo de supervivencia mental, y también
social, tendemos a olvidar a los muertos y a anonimizarlos en grandes
números. La sangre se seca y las víctimas se diluyen en las heladas
cifras que nos han dejado cronistas e historiadores. Los millones de
muertos bajo el nazismo y el estalinismo eran padres, madres, hijos,
hijas, hermanos y hermanas. Tenían historias personales, inquietudes,
sueños, vicisitudes y rutinas. Como nosotros. Se convirtieron en el
otro, en el enemigo. En “una masa de carne en putrefacción” como dijo Franz Stangl,
comandante de los campos de Sobibor y Treblinka, cuando fue interrogado
sobre sus sentimientos al observar los cadáveres de prisioneros
hacinados como si fueran escombros.
Es sano que curemos las heridas, que
miremos hacia adelante y que dejemos atrás un tiempo inundado de muerte y
locura, pero no debemos olvidar nuestro pasado ni a todos los que
sufrieron por el derecho humano más elemental: ser o pensar diferente
sin sufrir por ello.
Como ciudadanos libres, tenemos el
deber moral de recordar en este día a todos los que fueron perseguidos,
defenestrados, torturados, hacinados, apresados, explotados, asesinados y
exterminados por tener endosada la etiqueta de enemigos del Estado. Es
nuestra obligación, por ende, permanecer alerta y no tratar al
totalitarismo como una reliquia de un tiempo ido, sino como un virus que puede mutar cuando menos lo esperemos.
Personalizar la estremecedora cantidad
de 20 millones de muertos sirve a su vez para mitigar la latente lucha
de narrativas sobre la historia del pasado siglo. En este sentido, dicha
lucha lleva a que de Auschwitz sepamos mucho, pero muy poco sobre el Gulag. Como bien recordó Martin Amis en su certero Koba el Temible (Anagrama, 2002), “todo
el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen. Nadie sabe nada de
Vorkutá ni de Solovetski… Todo el mundo ha oído hablar de Himmler y
Eichmann. Nadie sabe nada de Yeyov ni de Dzerzhinski…”.
Que el Holocausto sea un crimen masivo e
industrial de características únicas en la historia de los hombres no
debería eclipsar los estremecedores crímenes cometidos en la Unión
Soviética durante el estalinismo. Pese a que existen ciertas
diferencias, ambos hechos tienen su origen en el mismo fenómeno: la
absurda y peligrosa creencia de que el responsable de nuestras miserias
se apellida diferente, reza diferente, se relaciona diferente o piensa
diferente.
En segundo lugar, esta jornada llama a
la reflexión sobre la naturaleza del totalitarismo, mucho más temible
que cualquier catástrofe o epidemia. De acuerdo con la definición que
dio el propio Benito Mussolini, el totalitarismo se reduce a “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada en contra del Estado“.
Pero más allá de la apropiación absoluta de la maquinaria estatal, el
totalitarismo basa su credo y su praxis en la destrucción de la persona y
en la construcción demagógica del siervo y en la potestad arrogada
-sostenida sobre la mentira y generalmente otorgada por una turba
entusiasta y cómplice- de decidir quién es apto para vivir en el nuevo
orden y quién no. El totalitarismo, en suma, convierte a los ciudadanos
en súbditos, a los vecinos en enemigos, a la discrepancia en crimen y a
la diferencia en condena; “un estado de la sociedad en el que los hijos denuncian a sus padres a la policía”, como sentenció Churchill.
Desde aquel infausto día de agosto de
1939, que hoy recordamos, hemos avanzado mucho. No obstante, la
democracia sigue siendo más frágil de lo que parece. En 2018 somos
testigos de cómo vuelven a infravalorarse nuestros regímenes garantistas
y de cómo se coquetea con el nacionalismo excluyente, con la búsqueda de culpables imaginarios, con la xenofobia y con formas autoritarias de gobierno.
Solemos pensar que el asesinato
indiscriminado, el abuso de poder, y la persecución del diferente
permanecen extramuros de nuestros cómodos torreones occidentales. Sin
embargo, debemos hacer un alto en el camino y acordarnos de lo que
sucede cuando la democracia es cuestionada. Hitler y Stalin no fueron extraterrestres de Ganímedes,
fueron seres humanos como nosotros, así como toda la larga, silenciosa y
anónima cadena desde los tiranos hasta los ejecutores. Parafraseando al
gran estudioso del Holocausto, Raul Hilberg, “fueron hombres quienes a otros hombres hicieron esto”.
Si aspiramos a seguir teniendo
sociedades abiertas y pacíficas, nunca la voluntad de un grupo puede
apropiarse de nuestros derechos individuales como ciudadanos, sin
distinción ni excusa. Nunca, ningún concepto u ofrenda, por loable o
hermoso que se presente (“justicia”, “prosperidad”, “futuro”)
debe estar por encima de nuestra propia libertad ni de toda la
estructura que la protege: los contrapesos al poder, la educación basada
en el respeto, la prensa libre, la presunción de inocencia y todos los
demás instrumentos que los totalitarismos aspiran a derruir.
La advertencia de Popper, en este día de recuerdo a las víctimas del totalitarismo, es muy actual: aquellos que nos prometen el paraíso, terminarán trayéndonos el infierno. Sin metáforas, el totalitarismo mata en masa y nuestras democracias son muy preciadas. Hoy es un día para recordar ambas cosas.
Elías Cohen es abogado, analista político y Secretario General de la Federación de Comunidades Judías de España.
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