SIMON GARCÍA
Frente a mi estaba sentándose una persona junto a la cual hice mi
vida política. En noviembre de 1958 llegó a la tarima Teodoro Petkoff,
el orador que venía de Caracas al mitin a favor de Larrazabal y de dos
candidatos del PCV al Congreso: el sabio José Francisco Torrealba al
Senado (independiente a quien finalmente había logrado convencer Juan
Vicente Cabezas) y el maestro Antonio Estévez a Diputados. Yo era
Secretario Regional estudiantil de la Juventud Comunista en Guárico.
Más de medio siglo. 13 años de militancia comunista y luego el
desgarramiento interno de un rompimiento con enraizadas convicciones
ideológicas. Después un debate sobre nuevos rumbos, entre los que
querían ser comunistas, pero demócratas, cuyo símbolo mayor fue Pompeyo
Márquez y los que aspiraban desechar radicalmente el molde comunista,
cuyo principal inspirador fue Teodoro. Toda la Juventud
Comunista asumió el desafío de fundar esa anticipación cultural que
llamamos MAS. En 1998, también juntos, nos separamos de ese movimiento,
causa de nuestros tormentos durante 27 años.
El flash pasó vertiginoso mientras nos recibía una muchacha risueña,
que nos invita a pasar, mientras avisa: Teo, tienes una visita. Pensé
agregar: una visita con amor. No lo hice. Libertad es también derecho a callar.
El apartamento era pequeño. En la sala un sofá de tres puestos y dos
butacas. Un estante con libros, un rincón de fotos. En el mosaico no
había políticos, excepto una de Felipe González con otra persona que no
identifiqué. Me gustó otra, blanco y negro, en la que distinguí un
sonriente Rafael Cadenas.
Por el pasillo que viene de la habitación aparece Teodoro. Camina
erguido, pero apoyado en su cuidadora. Le pesa el castigo de las
fracturas. Rostro enjuto, en el que permanecen sus rasgos. Nos
dice “hola y siéntense”, señalando el sofá blanco. Nos saludamos
conmovidos. Le pide a Sixto Medina que use un almohadón grande y no los
cojines pequeños. Su voz está disminuida. Frasea en corto. Le responde a
Sixto sus preguntas sobre Irene y Daniel. Ante el comentario
que Claudio Fermín se había sorprendido porque Teodoro lo había
reconocido en una clínica, asintió: “si, me acuerdo”.
Finalmente, abre sus brazos y exclama: “bueno, cuéntenme, ¿cómo ven al país?” Le dimos nuestras opiniones mientras su mirada permanecía atenta. En un punto, el de la abstención, tercia: “eso no conduce a nada”
Queríamos que se sintiera bien. Carlos Maldonado le dice que pensó en traerle un libro El tren de Lenín. Un
relato de Caterine Merriden sobre el viaje organizado por los alemanes
para repatriar a exiliados rusos. Entre ellos a Lenín, su esposa
Krupskaia, su secretaria y amante Inés Armand y uno de los
revolucionarios históricos, Zinoviev. Teodoro con aire
entusiasta responde, “Tráemelo. Es un tema interesante. Es de los temas
que a mi me fascinan”. Cuando se añade que tiene 400 páginas, deja caer
un “Caramba, es para leer bastante”.
Nos traen café. Teodoro pide uno. Se lo va tomando a sorbos,
sosteniendo firmemente el platico con una mano y la taza con la otra. No
queremos cansarlo. Maldonado le pregunta si habrá alguien en el
apartamento el domingo. La respuesta es de Teodoro: “Puedes estar seguro
que aquí siempre va a haber alguien, yo”.
Teodoro se levanta, ayudado por Marilyn, nombre de la muchacha que lo
cuida. Lo abrazamos. Nos da las gracias. Y regresa, lento, a su
dormitorio. Sus 86 años resumen una existencia extraordinaria,
una mente, abierta y una propensión a la acción. Recorridos con
compromisos y debates polémicos, no hay forma convencional de atrapar su
pasión y tenacidad, su racionalidad para civilizar sus impulsos, la obsesión de ser concreto sin desdoblarse en pragmático, su talante irreverente junto a su deseo de ser útil a otros.
Detrás de la leyenda de sus fugas o la condena mundial de su
heterodoxia, con Fisher y Garody, está el impacto disruptivo de sus
tesis, su empeño catártico en impulsar proyectos, aún cuando algunos se
resistieran a calzar con su época.
Ha sido un político fuera de esquemas, franco, poco diplomático,
crítico demoledor, capaz de sobreponerse a errores y derrotas. En sus
gestos agresivos siempre va a emerger un guiño de generosidad, una
nobleza de espíritu y una entereza afectiva a su manera. Hoy es una
referencia ética. Hizo obra. Una, empresa en la cual otros no
acertaron, la de crear un movimiento político que cambió coordenadas a
la izquierda. Otra, una renovación en las ideas políticas. Y para seguir
en la política y bregar por su verdad, la invención de TalCual.
Aunque no logró algunas metas, las emprendió todas con autenticidad y
coraje. Mientras se retira, pienso que ahora disfruta de la sabiduría
serena que la política activa, siempre conflictiva, no le permitió. Será
la historia, barajando sus cartas, la que nos dirá cuánto le debe la
política y la lucha democrática a este amigo admirable.
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